Un símbolo sin agenda

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Este año México tendrá a su primera presidenta. Una de las dos mujeres que disputan la presidencia –Claudia Sheinbaum o Xóchitl Gálvez– ganará la contienda del 2 de junio y, en

otoño, encabezará su gobierno. Este hecho es un símbolo de progreso hacia la igualdad de género en un país que ha logrado la paridad en el Congreso, mujeres en cargos políticos importantes desde el gabinete hasta la presidencia del Poder Judicial, pero donde la brecha en otros aspectos de la vida sigue siendo significativa.

Las mujeres mexicanas siguen enfrentando desigualdades en el acceso al mercado laboral, salarios más bajos y menos oportunidades de liderazgo en comparación con los hombres. Además, el país enfrenta una crisis de violencia de género: cada año son asesinadas tres mil mujeres, se ha producido un incremento de los delitos sexuales contra niñas y adolescentes, las denuncias por violencia familiar, los delitos de trata de chicas muy jóvenes y los femicidios infantiles. Siete de cada diez mujeres han experimentado situaciones de violencia, ya sea económica, sexual, física o psicológica.

¿Qué significa, en este contexto, la llegada de una primera presidenta? Simbólicamente, todo. Caerá el último bastión, se romperá el último techo de cristal. Sin embargo, en términos de las políticas públicas, agenda del gobierno o forma de hacer política, no hay que esperar demasiado.

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Las experiencias de las primeras presidentas en la región evidencian que, a pesar de las enormes expectativas sobre su impacto en la construcción de la igualdad de género, la realidad ha sido muy distante. Entre las primeras siete presidentas en Chile, Brasil, Argentina, Costa Rica, Nicaragua, Panamá y Honduras, solamente Michelle Bachelet en Chile encabezó un gobierno que asumió los derechos de las mujeres como su agenda principal. Las demás presidentas, si bien han impulsado algunas políticas a favor de las mujeres, han centrado sus agendas en otras problemáticas, según sus prioridades, contextos políticos y circunstancias que enfrentaron.

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Esto obedece, en parte, a que las estructuras de los sistemas políticos son generizadas –privilegian el poder masculino sobre femenino–, y no se transforman con facilidad con la llegada de las mujeres. Por el contrario, han demostrado ser resistentes al cambio, y esto influye en la capacidad de cualquier persona para impulsar transformaciones profundas, que requiere la agenda de igualdad de género. Por otra parte, es necesario reconocer que no todas las mujeres en el poder son automáticamente defensoras de la igualdad de género. La identidad de género no implica necesariamente una conciencia de género o una perspectiva feminista.

Ambas situaciones están presentes en el contexto mexicano: las estructuras del poder son generizadas y ninguna de las candidatas es feminista. Sus propuestas de campaña para la igualdad de género son pocas, en su mayoría, relativas a soluciones ya presentes en el debate público. Ambas prometen un sistema nacional de cuidados, igualdad salarial y combate a la violencia contra las mujeres. Sheinbaum privilegia medidas integradas a los sistemas existentes de apoyos sociales y se enfoca en las adultas mayores, mientras que Gálvez se centra en las mujeres jóvenes e indígenas y propone políticas especiales para las víctimas de violencia.

En este contexto, la llegada de una primera presidenta de México es un avance histórico y debe ser celebrada. Sin embargo, es poco probable que su impacto vaya más allá de un poderoso simbolismo y llegue a desafiar un sistema político que históricamente ha ignorado las necesidades de las mujeres.

*Profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro de la Red de Politólogas - #NoSinMujeres.

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