Vacas flacas

Sociedad
Lectura

Perdón, veganos: segunda vez en pocos meses que escribo positivamente sobre el asado y los asadores. Cuanto más grande, más carnívora. No es mi comida favorita pero, para un asado, siempre

estoy. Quizá sea algo genético, mi tía y mi madre juraban que el cansancio se les iba con un bife de cuadril. Creer o reventar (todos en la familia fuimos testigos), pasaban del agotamiento a una energía casi maníaca después de 250 gramos de carne.

Aunque puede ser que me atraiga, no por herencia sino por un chauvinismo inconfeso que me lleva a ver el tema como una especie de distinción social respecto, por ejemplo, de los compatriotas que viven afuera y deben conformarse con deplorables cachos de algo símil ternera, o esos platos con picada cruda, como la tartare de Auguste Escoffier, que siempre me dieron un poco de impresión. Desde el Primer Mundo, nuestros emigrados dan sensación de ganarnos en casi todo, de tener una vida más segura y plena pero, si circunscribimos las comparaciones a la calidad de la carne, pierden. Verlos babear frente a la parrilla cuando vienen de visita es un placer malsano que nunca me pierdo.

Verlos babear frente a la parrilla cuando vienen de visita es un placer malsano que nunca me pierdo

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Pero tal vez no paro de hablar de asado por algo más cool, más a la moda, como el valor simbólico. La carne pudo y puede hacernos sentir ricos. Tras bajar de los barcos junto a los caballos, las vacas se transformaron en plaga y, de una entera, se comía solo la lengua. Un despilfarro único que da cuenta de los bizarros resultados de aquella hiperabundancia. Aunque ahora sean menos, muy caras, exista el feed lot y debamos chuparnos los huesos, siguen ocupando un rol central. La llama de la costumbre.

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Un amigo experto asocia el asado a lo místico, habla de contemplación, sacrificio, poder, porque el asador es alguien que, además de dominar uno de los elementos más peligrosos de la naturaleza, espera como en una vigilia y ofrenda lo que hace, caritativo y generoso, a los demás. Me convence porque para los que no sabemos prender ni un fósforo (mi abuela y mi papá fueron maestros de las brasas, pero no me iniciaron) es magia. Acepto que hay en el asado y los asadores una proximidad formal con añejos ritos sagrados, previos a un mundo que se imagina profano pero que, cada día más, pone su fe en las fuerzas de la nada.