La nueva historia de Marcelo Birmajer: La última voluntad

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Tras una larga separación de su ex marido, Griselda por fin había recibido los papeles del divorcio. Unos días más tarde la llamó René, su colega de la empresa de catering

de Perú. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿20 años? ¿Qué hacía en Buenos Aires? ¿No era gay, René? En cualquier caso, no encontró motivos para negarle una cita.

-¿Qué fue de tu vida? -preguntó Griselda-. ¿Qué te trajo a Buenos Aires?

Aunque ambos eran porteños, René había permanecido en Perú; mientras que Griselda llevaba en Buenos Aires aquellos mismos 20 años.

-Vine a hacerme unos estudios -dijo René-.

Griselda lo miró sin terminar de entender.

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- Me voy a morir -informó René, y agregó una sentencia porteña: - Con toda la furia, seis meses.

Quizás porque necesitaba algún bocadillo en ese intercambio patético, todavía desconcertada, Griselda replicó: -Yo me acabo de divorciar. Quiero decir, hace como seis meses que estoy separada. Pero me acaba de salir el divorcio.

El silencio entre ambos significaba que no había respuesta posible para la declaración de René.

-Cuando me dieron el diagnóstico -abundó René-, pensé en vos.

-Pero hace veinte años que no nos vemos -replicó Griselda-.

-Nunca te olvidé -insistió René-.

- Pero... -consultó Griselda, con cierta culpa por esa pregunta-: ¿Hubo alguna vez algo entre nosotros?

-No, no -aclaró René-. Pero yo me quedé prendado de vos desde que te vi. Ahora mismo estoy enamorado.

Y puso la palma de su mano sobre el dorso de la mano de Griselda.

De no ser porque se había declarado moribundo, ella hubiera retirado su mano. Pero la situación la paralizó.

-Mi última voluntad es pasar una semana con vos. Sólo una semana. Donde vos digas.

-No puedo - enunció automáticamente Griselda-. Pero ni siquiera lo había pensado.

-Permaneceré una semana más en Buenos Aires -se despidió René-. Le dio un beso en la mejilla, entre la mejilla y el cuello. El perfume de René, exquisito, comprado en el free shop, permaneció en ese intersticio.

Los siguientes días fueron de una soledad extraña para Griselda. No quería desnudarse frente a René, pero sí continuar conversando. Acompañarlo. De algún modo, también se sentiría acompañada. Una noche, en rigor en una hora perdida de la madrugada, lo llamó. No lo meditó. Primero tecleó y luego descubrió que era su número. René atendió como si lo supiera.

-Una semana, no -condicionó Griselda-. Pero si querés, vení ahora para acá.

El encuentro superó todas las expectativas de Griselda.

Indudablemente, la certeza de la primera y última vez, la cercanía de un final inapelable, contribuyeron a esas horas hasta la llegada del alba. Se despidieron contra un sol de fábula.

No habían hablado de la semana ni de plazo alguno. Pero el sobrentendido era que no repetirían. Pasaron los meses. Griselda evocaba con una sonrisa, evanescente y furtiva, aquella noche que etiquetó como “mi locura”. No le aparecieron ganas, durante aquel período, de otro episodio romántico.

René la llamó para contarle una novedad. Parecía contento. Griselda aceptó reencontrarse en el mismo bar. No se tomaron de las manos, Griselda lo miraba como a un viejo amigo; de algún modo despidiéndolo, con menos estupor que cuando le comunicó su desgracia.

-Ocurrió un milagro -decretó René-.

Griselda sintió un enojo emerger del fondo de su alma.

-El médico homeópata me había recomendado ubicar mi mente en un recuerdo agradable. Fuiste mi recuerdo agradable, Griselda. El clínico, y el homeópata también, me dicen que estoy curado. Desapareció la enfermedad. No hay dudas: estoy curado.

Griselda buscó a su alrededor con qué pegarle. Quería llamar a la policía, denunciarlo por estafador. No le creía ni una palabra.

-Sos un miserable -le espetó-. No quiero volver a verte en mi vida.

El rostro de René palideció mientras Griselda se marchaba. Esa palidez, pensó Griselda, furibunda, al menos no podía fingirla. Y la expresión del hombre era de real contrición, pero no de arrepentimiento. La huella facial de un malentendido atávico, insuperable, entre hombre y mujer.

En los días siguientes, Griselda llegó a la conclusión de que René le había dicho la verdad. El efecto de su único contacto íntimo resurgió en ella, vívido y acuciante. Había sido amor del bueno, como decía el bolero, del que no había conocido nunca antes, descubría ahora. Lo llamó sin dudar. Pero ya nadie atendió.

La línea porteña había dejado de funcionar. El cuerpo de Griselda ardía por aquel evento. Lo quería de nuevo junto a sí. Lo buscó por todas las alternativas contemporáneas. Se había esfumado de la faz de la Tierra. No podía dejar de pensar en él. Pasaban los días como una púa por un surco percudido. Aguardaba su llamado, su presencia, como el único alimento de su ansiedad.

En el fondo de su corazón, supo que para ella había muerto, y no lo olvidaría nunca.

WD

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