Las prisiones latinoamericanas están peores que nunca por el coronavirus

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Mientras el coronavirus corre rampante por todo América, funcionarios de México a Chile se preguntan cómo mantener a millones de personas encerradas en casa. Sin embargo, últimamente otra pesadilla de ingeniería social ha estado atormentando a los expertos en medicina y los funcionarios de salud pública: cómo mantener segura a la población presidiaria latinoamericana de 1,4 millones de personas.

Un cuento que se escucha en algunos círculos gobernantes es que el cuidado de las cárceles es un problema menor. En vista de que los prisioneros, por definición, ya están encerrados, no es necesario persuadir, exhortar ni avergonzarlos para que se queden en cuarentena. En teoría, cualquier indicio de enfermedad tras las rejas puede identificarse, aislarse y contenerse rápidamente enviando al afligido a una celda aparte. Es más, en vista de que las poblaciones carcelarias tienden a ser más jóvenes que la población en general — con una enorme mayoría de menores de 40 años—, podría argumentarse que son menos vulnerables a una enfermedad conocida por atacar a los más viejos.

Detrás de las torres de guardia, la perspectiva es menos favorable. El miedo a la enfermedad inminente ya ha arrasado los patios de las cárceles. El mes pasado, una ola de motines, violencia de pandillas y escapes masivos golpeó las penitenciarías en Venezuela, Brasil, Argentina y México. En un día de furia, 23 detenidos murieron y docenas fueron heridos en medio del caos entre facciones rivales en la cárcel Modelo de Bogotá, una de las 13 prisiones colombianas conmocionadas por las rebeliones.

Los prisioneros en Perú están pidiendo pruebas. El 23 de marzo, un motín por las condiciones de salud en una penitenciaría de Argentina se convirtió en una batalla entre pandillas en la que murieron cinco internos —uno más que las muertes por coronavirus en el país para ese entonces—. En otras partes, los prisioneros se someten a medidas severas como la prohibición de las visitas o la cancelación de los permisos temporales para los reclusos menos peligrosos. Los grupos de derechos humanos están pidiendo que los detenidos mayores o los que están cumpliendo penas por delitos menores sean remitidos a arresto domiciliario. La única certeza es que, si las autoridades no logran detener el brote, estallarán más problemas. "Las prisiones de la región son altamente vulnerables al brote y podrían generar caos en el resto de la sociedad", asegura Robert Muggah, analista de seguridad en el Instituto Igarapé.

Las prisiones latinoamericanas ya eran un infortunio para el hemisferio. Más de 13 de cada 100 personas tras las rejas en todo el mundo cumplen penas en América Latina, generalmente confinadas de a dos, tres o más en una celda sin ventilación, donde los homicidas se juntan con los ladronzuelos. La población carcelaria de América también ha crecido tres veces más rápido que la población general en la última década. Proclives a los escapes masivos, los motines y la violencia interna entre pandillas, las prisiones de la región nunca fueron modelos de corrección. Sería demasiado inocente creer que pueden ser modelos de control y prevención de enfermedades.

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Si a los mejores hospitales de América Latina les falta camas, unidades de cuidados intensivos y ventiladores, las condiciones son mucho peores para los reclusos, un grupo demográfico con pocos defensores y muchos menos recursos públicos. El problema va mucho más allá en Venezuela, donde los casi 19.000 internos en 6.500 instituciones penales son solo un subconjunto particularmente desafortunado de un país —y una región— que ya lidia con enfermedades crónicas y decisiones de vida o muerte todos los días.

Brasil es el monstruo en la jaula, con más de 813.000 detenidos — la tercera población carcelaria más grande del mundo— en instalaciones construidas para un poco más de la mitad. El VIH y el SIDA son comunes. La tuberculosis es rampante: tras el encarcelamiento, el riesgo de un detenido de contraerla se dispara a 30 veces el de la población en general y permanece alto hasta siete años después de la liberación, un derrame peligroso para la comunidad en general.

El Covid-19 presenta una amenaza diferente pero no menos creíble. Si bien la enfermedad puede ser menos mortal que algunas afecciones virales, puede desgarrar una comunidad sin exposición previa. Julio Croda, un estudioso de la salud de los prisioneros en la Fundación Oswaldo Cruz de Brasil, reconoce que dada la población relativamente más joven entre rejas, las muertes por un brote eventual podrían no ser masivas: alrededor de 168 muertes en prisión si Brasil sigue el patrón en Italia para las personas de 20 a 40 o hasta 1.008 bajo la tasa de mortalidad de China para el mismo grupo de edad. De cualquier manera, "existe la posibilidad de una gran cantidad de infecciones en instituciones con poco acceso al agua y poca higiene, y donde la capacidad para controlar enfermedades y el aislamiento ya es limitada”, dice Croda. "A pesar de la menor letalidad de este brote, aún podemos ver mucho sufrimiento y muerte".

Tardíamente, las autoridades están luchando para evitar la crisis. Las autoridades del estado de Sao Paulo, que supervisan a unos 235.000 prisioneros — más que Francia e Italia juntos— saben lo que está en juego. Los protocolos de seguridad incluyen el aislamiento de detenidos de edad avanzada, la suspensión de guardias y trabajadores del sistema penal y la detección de enfermedades en los prisioneros que ingresan. "Si detectamos a un prisionero infectado, ciertamente actuaremos para proteger a quienes lo rodean", dijo Marco Antonio Severo, asesor técnico de la Secretaría de Administración Penitenciaria de Sao Paulo. El estado ha puesto en pie ocho nuevas instalaciones para transferir reclusos enfermos, mientras que los detenidos en cuatro cárceles están haciendo máscaras quirúrgicas y gafas en respuesta a la crisis nacional.

Se necesita hacer mucho más, comenzando por practicar pruebas a toda la población carcelaria. Una medida audaz aunque controvertida sería evitar el contagio mediante la liberación de decenas de delincuentes de bajo nivel para arresto domiciliario y servicio comunitario. Alrededor del 36% de los presos de Brasil aún no han sido juzgados, y muchos han estado detenidos tanto tiempo que ya han cumplido sus condenas probables si son declarados culpables, según José Vicente da Silva, exjefe de la Secretaría de Seguridad Nacional. Los tribunales brasileños todavía están sopesando la liberación de detenidos de alto riesgo, ante los gritos de los defensores de la ley y el orden que advierten que tales indulgencias podrían provocar una oleada de crímenes callejeros.

Lo que los brasileños no pueden permitirse es empantanarse en el debate de las fallas históricas del código penal mientras se desata una pandemia. Un mes después del brote, la tasa de nuevas infecciones de Brasil ya ha superado a la de EE.UU., con más de cuatro veces la mortalidad de Noruega en casi el mismo número de casos. Si los formuladores de política no actúan con decisión, quienes están detrás de las rejas no solo serán aún más vulnerables al coronavirus, sino que también plantearán el riesgo de acelerar la mayor crisis de América Latina en la historia reciente, y de ese modo convertir a todos en prisioneros en sus propios hogares.