Coronavirus en Argentina: cómo cambió la ciudad de las colas

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Siempre fueron una pasión argentina. Colas para sacar entradas, para entrar, para salir, para tomar el bondi, para bajar del bondi. Las colas eran tan normales como todo lo que antes

era normal. Ahora son distintas, desapasionadas, espaciadas, letárgicas, sombrías. Bajo el sol tibio de este otoño interminable, en cualquier día de estos que siempre parecen una mañana de domingo de pueblo, las colas dejaron de ser el lugar de la conversación casual, son la fila de la desconfianza y la soledad.

Antes de hacer tu salida diaria, en busca de fruta, verduras o lo que sea que puedas comprar, te ponés el tapaboca de rigor (más por los demás que por vos mismo), te calzás unos anteojos (el virus también entra por los ojos) y emprendés el viaje bolsa de las compras en mano (una suerte de salvoconducto para cualquier salida). Si te cruzás con alguien sin barbijo, inexorablemente te sentís un payaso, pero pensás que el desaprensivo es el otro. Lo bueno es que no te pueden ver la cara, hay una suerte de anonimato tranquilizador en esto de usar mascarillas.

Caminás dos pasos y encontrás la primera cola, a cuadra y media de la puerta de la farmacia. La abuelita que está última en la fila te mira con suspicacia para que entiendas que debés guardar una distancia prudencial. El señor que pasa a tu lado se contornea para demostrar que no quiere invadir tu espacio personal de salud garantizada (o el suyo).

La cola no es tan lenta como parece, es que el espacio entre sujetos la hace larga por demás, desmoralizante. Mientras esperás, vas mirando la cola de la verdulería que será tu próxima parada. Está a media cuadra, es la de las chicas que tenían aire acondicionado y todo, pero que ahora te atienden en la puerta. Igual que el muchacho de los artículos de limpieza, el simpático que te vendía detergente por litro, pero ahora solo tiene lavandina de marca.

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Cola en bancos Lomas de Zamora. Foto: Luciano Thieberger.

Cola en bancos Lomas de Zamora. Foto: Luciano Thieberger.

Las colas ya no dan para conversar, el barbijo casero menos. Hablás y se te empañan los anteojos. Sin mucho que hacer, empezás a relojear los tapaboca de los demás como si fuera una pilcha nueva. Todavía no sabés si estás a la moda o desbarrancaste. Está el pibe con pañuelo rojo tipo bandolero. ¡Canchero! Están las abuelas que consiguieron barbijos de tela, el que envolvió con lienzo uno de esos tapaojos para dormir que te regalaban en los aviones. Está el que usa mascarillas de pintor y las tiene a media asta. Está el coqueto que consiguió un barbijo negro (¡¿Dónde consiguió un barbijo negro?!) y ese otro con una especie de mordaza de jean y ajuste de velcro detrás de la nuca, un artesano. La cola es la pasarela de la nueva moda amordazada.

Te parecían un delirio esperar en la fila de la farmacia hasta que conocés a la mamá de todas las colas en el pagofácil. Da la vuelta a dos esquinas y se mezcla con la de la carnicería, la panadería y la de otro pagofácil. Preguntás dónde empieza (o termina) y la respuesta siempre es peor de lo que imaginabas.

En la fila, una señora le dice al señor que está dos metros más atrás: “No hay nada que hacer, hay que venir tempranito”. Imagino levantarme a las 6 de la mañana para ser el primero y me resisto a la idea. La voz quejosa de la señora vuelve a salir ahogada detrás del pañuelo: “Yo vine a las 10 y hace una hora que estoy acá… pero algunos se avivan”. Hace un silencio y le clava la mirada al señor como si estuviera por pasarle una seña de truco. Abre bien los ojos y cabecea como señalando a la chica que tiene delante. “A esa le hicieron la cola”. Sonrío pícaro pero no se nota porque el pañuelo me cubre toda la cara. Me parece que el señor también sonrió, pero no estoy seguro.

En la cola, con tapabocas. Foto: Luciano Thieberger

En la cola, con tapabocas. Foto: Luciano Thieberger

El pibe del barbijo negro deja pasar a un abuela que estaba detrás, se ve que hace lo imposible por demorar su trámite mientras inclina la cabeza buscando el mejor sol. Lo entiendo, da demasiada culpa salir a pasear sin una razón concreta, las colas se han convertido en una buena excusa.