Sin el rito grupal del asado ni el beso amiguero, ¿la argentinidad se volverá otra cosa?

Argentina
Lectura

Hace muchísimos años, el escritor, filósofo y político argentino Juan José Hernández Arregui –hoy bastante olvidado, pero lectura frecuente de la izquierda peronista de los años setenta– bromeaba en su libro

más importante, Imperialismo y cultura, sobre las correlaciones simplotas que se establecían entre un presunto carácter nacional y sus consecuencias políticas. Por ejemplo, decía Hernández Arregui, los habitantes de zonas frías eran presuntamente más conservadores que los de zonas tropicales. Por eso mismo, bromeaba, los rusos hicieron la revolución. 

Ejemplos de esos hay muchísimos; la construcción de estereotipos nacionales suele caer en una zona vaga que oscila entre el ridículo y el absurdo. Preguntémonos, por ejemplo, quiénes son más avaros: ¿los judíos o los escoceses? La respuesta correcta, por supuesto, es ninguno de ellos, sino algunos judíos, algunas escocesas y bastantes alemanes. Del mismo modo: ¿quiénes son más ignorantes, los gallegos o los polacos? La respuesta es, obviamente, la misma: ni unos ni otros, ni tampoco los lapones. ¿Quiénes son más revolucionarios? ¿Los gélidos rusos, los tropicales cubanos o los húmedos vietnamitas?

Barbijos y calles despejadas. / Maxi Failla

Barbijos y calles despejadas. / Maxi Failla

Hay mucha literatura escrita sobre el “carácter nacional” –aquí, allá y en todas partes–; no en vano, existen esos sustantivos en varias lenguas que pretenden sintetizar en una única palabra un carácter que sea a la vez descriptivo y prescriptivo: la “inglesidad” (englishness), la “italianidad” (italinitá) o la “argentinidad”, así como metáforas ya gastadas, como la “flema británica”, el “destino manifiesto norteamericano” o la “elegancia francesa”. Pretendidamente, esas palabras o categorías describen cómo es una comunidad y prescriben cómo deben ser sus habitantes. Todos ellos son lugares comunes con poquísimo anclaje sociológico: sencillamente, porque se trata de sociedades de una enorme complejidad –como cualquier sociedad moderna; es decir, como todas las sociedades contemporáneas–, por lo que es imposible que una única parcela de la personalidad de un sujeto describa adecuadamente a millones de ellos y ellas. En algunos casos, estos estereotipos funcionaron como mitos comunitarios –posiblemente, el que más hemos sufrido en América Latina es el del “destino manifiesto” norteamericano, que funcionó como creencia de masas y justificó buena parte de los desastres del imperialismo.

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"Asado en Mendiolaza", fotografía de 2001 del artista Marcos López.

"Asado en Mendiolaza", fotografía de 2001 del artista Marcos López.

En la Argentina, también practicamos la producción y reproducción de este tipo de lugares comunes, estereotipos y mitos. Posiblemente, por detrás funciona una suerte de sociología barata –sin zapatos de goma– según la cual todos y todas estamos capacitados para producir generalizaciones sobre nosotros mismos y nosotras mismas, así como un extendido narcisismo que alimenta todos los chistes étnicos que circulan en el mundo, especialmente en América Latina. Nos burlamos de una pretendida predilección brasileña por el uso de “o mais grande do mundo” –un grave error: los brasileños no usan la cláusula “o mais grande”, sino “o maior”; el error es producto de nuestro pésimo portuñol–, pero nos jactamos de ser el mejor público del mundo, ser la mejor hinchada del mundo, “tener” las mujeres más bellas (pocos lugares comunes tan machistas como éste) y las mejores carnes –sin tolerar la idea de que apenas cruzar a Montevideo desmentiría varias de esas afirmaciones.

La sociología barata consiste en otorgarle carácter universal a una autopercepción (la transformación del “me parece” o “me pasó” en descripción social), o al conocimiento de dos o tres casos: “conozco dos personas que no quieren trabajar; por lo tanto, en este país nadie quiere trabajar”. Cada afirmación que comienza con “los argentinos somos” oculta, sin dudas, una mera afirmación egocéntrica: “yo soy”. Y patriarcal, además: “los argentinos somos” pone de manifiesto, como pocas frases, el carácter machista del castellano, porque inevitablemente propone como general un carácter meramente masculino.

En el mismo sentido, y a lo largo de muchos años de debatir sobre el universo futbolístico argentino, tropecé a cada paso con la trillada frase “el fútbol refleja la sociedad”. La frase muestra dos cosas: por un lado, un error teórico garrafal, porque no hay nada en una sociedad que la “refleje” –ni el fútbol ni el periodismo ni una clase dirigente ni una clase obrera; todos ellos son fragmentos, más o menos importantes, de una sociedad compleja que no se deja reflejar por sólo una de sus partes. Por otro, un machismo abusivo, según el cual una práctica básicamente masculina, jugada, administrada, organizada y narrada por tipos, “refleja” una sociedad en la que las mujeres son leve mayoría. En general, toda afirmación sobre la “argentinidad” está basada en uno de estos dos supuestos: el primero, la creencia errónea de que una mera parte puede significar el universo social; el segundo, el machismo.

Huellas que recuerdan la distancia, en el Gran Buenos Aires. / Archivo.

Huellas que recuerdan la distancia, en el Gran Buenos Aires. / Archivo.

Pero, por supuesto, así como los británicos –no sólo los ingleses– suelen preferir tomar el té alrededor de las cinco de la tarde y los italianos –no sólo los piamonteses– adoran el aperitivo al caer el sol, existen costumbres, hábitos, tradiciones y relatos –mitos, ficciones, narraciones sobre la historia– que contribuyen a construir cierta imaginación comunitaria. No “somos así”: preferimos “creer” que somos más o menos “así”. En el caso local, hay hábitos más o menos extendidos, ampliamente mayoritarios, que preferimos aceptar como definitorios: nuestro carnivorismo, por ejemplo, basado en lo que Eduardo Archetti llamaba el “triángulo cárnico” –asado, puchero, milanesa, que Beatriz Sarlo discutía, reemplazando el asado por el bife a la plancha y enviando el asado al territorio del ritual, más que al de la alimentación. Una buena síntesis de ambas posiciones es que el triángulo cárnico organiza la alimentación mayoritaria y que el ritual del asado organiza la sociabilidad criolla –el mismo Archetti contaba la escena en la que el coronel Obligado, en 1879, “argentinizaba” inmigrantes friulianos obligándolos a comer asado con cuero.

No son tantas las prácticas y creencias con tanta capacidad de generalización –jamás absoluta: también somos y podemos ser veganos y veganas–, y para encontrarlas tenemos que sortear la trampa del porteñocentrismo: sin ir más lejos, el narcisismo es una potestad fundamentalmente porteña, antes que un rasgo nacional. No “somos” generosos y solidarios; no “somos” desmedidamente pasionales; no “somos” inevitablemente charlatanes. Sí “somos” más afectuosos que otras sociedades –seguramente por el peso de la herencia italiana, que organizó el recurso reiterado del beso (incluso entre los hombres) y un régimen de distancia social más estrecha que la germánica. Esas prácticas y creencias no tienen nada que ver con lo genético –otra trampa de la generalización fácil y el error conceptual, “llevarlo en la sangre”– y sí con la historia cultural. Por ejemplo, nuestra predilección por la sociabilidad pública, por la ocupación de la calle, festiva o revoltosa; y particularmente, por la manifestación y la protesta, derivadas de una experiencia histórica concreta que demuestra que la ocupación callejera es mucho más eficaz que la agitación en las redes sociales.

No es por casualidad que concluya con estas tres zonas gravemente afectadas por la pandemia: el asado como ritual, la distancia entre los cuerpos y la ocupación de la calle. Lo que la conversación social parece extrañar es el abrazo, el beso, el asado compartido con amigos y amigas, el espacio público ocupado por la fiesta o por la protesta. Esas son las prácticas comunitarias más afectadas por el aislamiento y seguramente las más añoradas; es posible que esa nostalgia demuestre su carácter de rasgo de identidad, de alguna “argentinidad”, al fin y al cabo. No está mal: si “somos” algo, y ese algo es afecto, proximidad, la comida como ritual (incluso, el asado vegetariano) y espacio público, la “argentinidad” deja de ser una carga pesada, porteña y narcisista, futbolera. Es algo mucho mejor: más cálido, más amplio, más plural, menos metafísico, menos machista –evadiendo ese mandato según el cual la identidad nacional la definen los tipos, aquí, allá y en todas partes, nuevamente. Si estas hipótesis son correctas, la pandemia sólo produce suspensión: no creo que nos volvamos muy suecos post-coronavirus (e incluso ellos deberán dejar de estrechar sus manos por un tiempo). Volveremos, mejores y mejoras, a matarnos a besos y abrazos.

Y sin embargo, algo muy malo nos ha ocurrido en estos años si no añoramos otra práctica, otra “argentinidad”, que en alguna época fue motivo de orgullo: el pleno empleo. Francamente, mucho más necesario para una “argentinidad” plena y democrática que nuestros abrazos, nuestros besos y nuestros asados.

* Pablo Alabarces es sociólogo. Entre sus libros se cuentan Héroes, machos y patriotas. El fútbol entre la violencia y los medios y Crónicas del aguante. Fútbol, violencia y política.

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