Estufas

veo que van ustedes a ponerle fácil a las terrazas madrileñas la instalación de las estufas necesarias, para combatir, con el mismo artefacto, el frío y el coronavirus. O sea, que con comunicar la mejora en la ventanilla correspondiente, pues ya vale. El coronavirus ya nos ha dejado helados, en verano, pero ahora viene el clima crudo, y nos vamos a quedar tiesos, pero lo que se dice tiesos, salvo que le pongamos leña de hogar a la intemperie que es toda terraza, más allá de agosto. A uno la medida le parece muy bien, porque los hosteleros no prosperan, y viven ahogados, y todo alivio en la burocracia o en las tasas de la adaptación del negocio a «la novedosísima normalidad» es un modo de alejarles de la quiebra. Obviamente, los permisos de la terraza los prorrogan ustedes hasta Navidad, y así tendremos unas terrazas en medio del frío que son un cruce de invernadero con llama y navío de cristales que echa el ancla en medio de un acera. Ya digo que nadie verá mal esta iniciativa municipal de dar marcha rápida a la estufa, sin más, salvo los vecinos del primero de la terraza, que ya tienen animación de estío hasta que lleguen los Reyes Mayos, o por ahí. De momento. Quién nos iba a decir, hace nada, que una estufa salvaba de la ruina, o pudiera salvar. Insisto en que toda medida en contra de este naufragio del coronavirus nos incluye a todos, porque la salud es una prioridad, pero la tesorería también. Uno, más allá de lo inevitable de la bondad de una estufa al aire libre, vislumbra dos de los cambios de hábitos que provoca el coronavirus incalculable. Cambio uno, que las terrazas eran para el verano, como las bicicletas, pero ya no lo son. Como tampoco lo son las bicicletas. Y cambio dos, que es en rigor una evidencia principal y desde luego desconcertante: los acechos de esta pandemia moderna los venimos acometiendo con artesanías de postguerra: mascarillas de espuma y estufas de la aldea.