Defendieron a la revolución chavista, ahora son sus víctimas

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El presentador de El pueblo en combate, un popular programa de radio, siempre había elogiado al presidente venezolano Nicolás Maduro, incluso cuando millones de ciudadanos se hundían en la miseria bajo

el gobierno del Partido Socialista Unido de Venezuela. Pero este verano, cuando la escasez de gasolina paralizó su remoto pueblo pesquero, se desvió de la línea del partido.

En su programa, el locutor José Carmelo Bislick, socialista de toda la vida, acusó a los dirigentes locales del partido de beneficiarse de su acceso al combustible, dejando a la mayoría de la gente esperando durante días en las gasolineras vacías.

Solo transcurrieron unas semanas desde la denuncia cuando, en la noche del 17 de agosto, cuatro hombres enmascarados y armados irrumpieron en la casa de Bislick y le dijeron que “se comió la luz”, frase que indica que alguien se ha pasado un semáforo en rojo. Luego lo golpearon y se lo llevaron a rastras frente a su familia. Horas después lo encontraron muerto con heridas de bala, y vestido con su camiseta favorita del Che Guevara.

Los asesinos de Bislick siguen prófugos en esa ciudad de 30.000 habitantes, donde todos lo conocían y sabían que le había dedicado su vida a la revolución bolivariana. El alcalde socialista de la localidad nunca habló del asesinato ni visitó a sus familiares, quienes dijeron que su muerte había tenido motivaciones políticas.

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“¿Es denunciar tan feo como para que le cueste la vida a un hombre que solo buscaba el bienestar social?”, se pregunta Rosmery, hermana del locutor.

Nicolás Maduro, ahora se lanza contra sus aliados de izquierda

Nicolás Maduro, ahora se lanza contra sus aliados de izquierda

La muerte de Bislick parece formar parte de una ola de represión contra los activistas de izquierda marginados por Maduro, quien apunta a consolidar su poder en las parlamentarias de diciembre. La votación es boicoteada por la oposición que descuenta que habrá fraude.

Después de haber desmantelado a los partidos disidentes, Maduro ha apuntado a su aparato de seguridad hacia los aliados ideológicos desilusionados. “Quien haga una crítica primero te ponen al lado de partidos de oposición, de derecha, te llaman traidor”, dijo Ares Di Fazio, exguerrillero urbano y líder del Partido Tupamaros, de extrema izquierda, fue desmantelado por el gobierno después de haber expresado su descontento.

Las fuerzas de seguridad han reprimido a los tradicionales partidarios del gobierno que en los últimos meses inundaron las calles de las ciudades de provincia para denunciar el colapso de los servicios públicos. Funcionarios que denuncian corrupción son acusados de sabotaje.

Los integrantes de la alianza electoral gobernante que decidieron postularse como independientes son descalificados. Quienes perseveran son acosados por la policía o acusados de delitos espurios.

En parte, la represión interna es el resultado de la decisión de Maduro de abandonar las políticas distributivas de Hugo Chávez, a favor de lo que equivale a un capitalismo de compinches. El cambio legalizó la economía de mercado negro en Venezuela, santificando la corrupción generalizada y permitiendo que Maduro mantenga la lealtad de militares y empresarios que se benefician del nuevo orden económico.

El resultado ha sido un abismo discordante entre la retórica oficial, que culpa del colapso nacional a las sanciones de EE.UU. y las vidas extravagantes que ostentan las élites gobernantes en los supermercados y las salas de exhibición de autos de lujo. “Hay un bloqueo para unos y los bodegones para otros”, dijo en referencia a las tiendas donde se venden productos importados de lujo Oswaldo Rivero, un activista de izquierda y presentador de televisión nacional, que por años impulsó ataques a la oposición desde su programa.

A quienes cuestionan eso, “los vuelven leña”, dijo Rivero, quien dice que ahora lo llaman traidor y lo han amenazado en redes sociales por hablar en contra de la corrupción.

Durante las últimas dos décadas, los partidos de izquierda representados por activistas como Rivero habían ayudado a Chávez, y luego a Maduro, a permanecer en el poder.

Esos movimientos políticos, algunos de los cuales se remontan a las insurrecciones de la época de la Guerra Fría, hicieron campaña a favor de los candidatos de Maduro, movilizaron simpatizantes para marchas gubernamentales y, en ocasiones, acosaron a los grupos de oposición. Su mensaje de cambio radical resonó en los barrios marginales y en los asentamientos rurales de Venezuela hartos de la arraigada desigualdad.

Pero estos aliados se desilusionaron cada vez más con el autoritarismo y la corrupción de Maduro. Este año, por primera vez, decidieron presentar a sus propios candidatos a la asamblea. Maduro respondió rápidamente al desafío.

En agosto, los jueces del Tribunal Supremo de Justicia instalaron a los leales a Maduro en la directiva de los Tupamaros y otros tres pequeños partidos disidentes. La policía detuvo al jefe de los Tupamaros, José Pinto, por cargos de asesinato que no han sido demostrados, hostigó a los líderes del Partido Comunista de Venezuela y detuvo brevemente a un veterano disidente de izquierda, Rafael Uzcátegui, de 73 años, acusado de haber visitado un burdel. Todos los acusados han calificado los casos como una persecución política.

Uzcátegui afirma que 37 miembros de su partido, Patria para Todos, han sido detenidos por hacer campaña contra el gobierno en las próximas elecciones.

Cuatro de ellos simplemente hicieron una pintada en una pared pública con las palabras “Salario digno ya”, una súplica para aumentar el salario mínimo mensual de 2 dólares. “El gobierno no le teme a la derecha”, dijo Uzcátegui. Le teme a la izquierda, dijo, “porque saben que decimos la verdad a la gente”.

Isabel Granado, una activista del Partido Comunista de 32 años, decidió postularse para la Asamblea Nacional contra el gobierno para las elecciones de diciembre porque dijo que este había dejado de representar a los pobres del país.

Hace dos años, ella y otras dos docenas de agricultores de su pueblo de El Vigía, ubicado en las estribaciones andinas, decidieron apoderarse de una parcela de tierra que, según dijo, las autoridades habían declarado inactiva desde 2010.

Llamaron a su grupo de agricultores “La mano poderosa de Dios”, y comenzaron a cultivar pequeñas parcelas para alimentar a sus familias. Durante mucho tiempo, el gobierno había respaldado esas invasiones para ganar apoyo rural y reducir la desigualdad.

De repente, el 24 de septiembre, Granado dijo que un escuadrón de la policía de operaciones especiales, con oficiales vestidos de negro, irrumpió en su casa, tiró al suelo a su hija de 9 años y amenazó con golpear a la activista frente a la niña si no se iba con ellos. La llevaron a una comisaría y la acusaron de ocupación ilegal de tierras y robo de ganado, un cargo que Granado negó .

Al día siguiente la liberaron, pero volvió a ser detenida dos días después, esta vez por un grupo de comandos militares fuertemente armados. Granado dijo que durante el tiempo que estuvo bajo custodia la esposaron, la amenazaron con cargos falsos de posesión de drogas ilícitas y le dijeron que la ejecutarían.

No era una amenaza vana en un país donde los investigadores de la ONU han implicado a las Fuerzas de Acciones Especiales de Maduro, FAES, en miles de ejecuciones extrajudiciales en barrios pobres. “Estaba demasiado asustada de verdad, porque aparte de luchadora social yo también soy madre”, dijo Granado. “En lo único que podía pensar era en mis hijos”.

“Lo que ellos están haciendo nos huele mucho a dictadura”, dijo Edito Hidalgo, un veterano activista tupamaro que lideró una protesta en el pueblo occidental de Urachiche en septiembre en demanda de alimentos, combustible y electricidad. “Parece algo así como que ‘yo tengo el poder y no lo voy a soltar’”.

Guira. Venezuela. The New York Times. Especial