La nueva historia de Marcelo Birmajer: El Matrero III

Espectaculos
Lectura

(Luego de regresar a la ciudad, el matrero es asaltado por un delincuente embarbijado, pero sobrevive clavándole una bombilla tapada en la yugular. Para más detalles, ver nota embebida).

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Quitó el barbijo al fracasado incursor: era Cuzco, su vecino. ¡Qué diantres, su propio vecino había tratado de achurarlo! El mundo se había salido de su eje: ya nadie pagaba el peaje de la cordura. Por algún motivo, la revelación de la identidad del agresor lo decidió a marcharse sin avisar a la policía. Por otra parte, ¿quién sabía si los uniformados no estaban ya alertas para cazarlo, por andar sin barbijo del campo a la ciudad?

De un modo que no podía entender, los chicos lo habían apodado el Sinbarbijo, un personaje de Titanes en el Ring; como si en alguna dimensión inverosímil, aquel genial programa siguiera existiendo, y lo hubieran convertido en uno de esos personajes ambiguos, entre villano y héroe, a la manera de Martín Karadagian: a su paso, le tiraban alcohol en gel, lo abucheaban, le gritaban desacatao, sin barbijo, descuidado. ¡Descuidado, descuidado, descuidado!, coreaban los chicos, alentando a su rival, El especialista. Si perdía la lucha, lo hisopaban. El coreano Sun se encargaría del trámite sanitario. El sonido de un mensaje de whatsapp lo sacó de aquellas ensoñaciones: era Chachita.

La hermosa mujer por la cual se había quitado el barbijo para cantar -siempre a más de dos metros de distancia- reaparecía de aquel modo sutil e inesperado, llamándolo a una ceremonia, una de las pocas que no se había interrumpido entre hombre y mujer: - Quiero darte un beso- escribía Chachita-. Sin barbijo.

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El matrero no terminaba de entender si la expresión sin barbijo se refería a su apodo, o a la calidad del beso. ¿Pero cómo podía averiguarlo si no era en persona? Chachita cifraba una dirección en el barrio Los Malevos, ahora prohibido por las nuevas normas de circulación. El matrero, si quería llegar al romántico convite, debía trazar las coordenadas de un rumbo donde nadie lo interceptara: llegar sin barbijo hasta Chachita.

Caminando era peligroso; el transporte público, inabordable. Pero el matrero había descubierto que a quienes fumaban, les permitían andar sin barbijo. Con chala del litoral, yerba mate y hierbas del monte, recogidas a lo largo de su azaroso periplo, se armó un cigarro ficticio: lo rodeaba de humo pero no le dañaba los pulmones. Curiosamente, mientras que los pezonavanti se lanzaban con furia contra cualquier desprevenido sin barbijo, si el individuo fumaba, contaminándose a sí mismo y sus alrededores, le abrían el paso mansamente.

¿Qué clase de amenaza era ésta que se prohibían los viajes, los cines, los teatros, los paseos, los deportes, pero no se prohibía fumar? El pezonavanti se excitaba con las prohibiciones: no respires aire fresco, no salgas del país, no vayas al teatro, no vayas al cine, no estudies, no te reúnas con amigos. No había evidencia palpable de que alguna de estas actividades le generara la enfermedad o la muerte a alguno de sus practicantes, pero a lo primero que se acudía era a las prohibiciones.

Más de cien años atrás, y durante setenta años, los soviéticos también habían determinado que quien saliera del país se enfermaría de capitalismo; y al regresar, contagiaría de hambre y desigualdad a sus conciudadanos. En cualquier caso, el matrero se marchó de su casa: la oferta no podía rechazarse. Un halo de humo lo envolvía, camuflaba y protegía. La gente había dejado de trabajar -el matrero no adivinaba de qué pensaban que iban a vivir-, y de estudiar: dedicaban su tiempo ocioso a vigilar quién andaba por ahí sin barbijo, quién se reunía con amigos, quién pretendía llegar caminando al mar. Eso no lo iban a perdonar.

El matrero llegó al barrio Los Malevos, acordonado por fuerzas policiales, los bomberos y la guardia informal. Envuelto en su ligustrina de humo, se apersonó sin mácula en el domicilio de Chachita. ¡Cómo recordaba a su china, a la que le había cantado sin poder acercarse! Estaba más linda: relucía como la belleza después de olvidarla un rato.

- ¿Y de qué trataba ese beso? -entonó el matrero, sin barbijo.

La mirada de Chachita fue enigmática: mezcla de culpa y miedo. Lo rodearon los uniformados y los informales.

- Rendite sotreta, estás listo -le gritaron.

Chachita le había cantado el envido sin cartas. Lo había embaucado. El matrero sonrió con desencanto: la única causa que valía un corazón partido era el amor. No se arrepintió.

- No sufra, mi prenda -incluso le dijo-. No hay finales felices.

Y encarando a sus numerosos enemigos, bramó: - Acá no se rinde nadie-.

- ¡Póngase el barbijo!  le respondieron, de a miles y empuñando las armas-. Somos el Frente Progresista de Liberación Nacional.

- Yo sólo quiero salir a caminar en paz…- murmuró el matrero.

Fueron sus últimas palabras.

WD