Pospandemia, ¿qué significa que el mundo quede en manos de un implacable G2?

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Uno de los apuntes más interesantes que surgen del último informe de perspectivas del FMI sobre el auspicioso desempeño que se espera de la economía global este año, no estuvo en el

reporte ni en las crónicas que detallaron los anuncios esta semana. Es algo obvio. Las cifras del organismo expusieron no otra cosa que la consolidación en la era pos pandemia de un G2 entre EE.UU. y China, compartiendo obligados el vértice global.  

Así será el mundo en adelante. El resto del planeta dependerá del nivel de coordinación y administración de tensiones entre estos dos jugadores únicos que se repelen.

Esa sociedad, que será muy diferente a lo que vimos hasta ahora, se afinca en números básicos. EE.UU. crecerá este año 6,4%, superando con creces la contracción de 3,5% sufrida en 2020, en plena pandemia. En el otro lado, China se expandirá 8,4% sin haber registrado pérdidas el año pasado cuando creció 2,3%. Es casi 11% de agregado de riqueza si se suman los periodos.

La respuesta en ambos casos ha sido una descomunal inversión pública para escapar del atasco de la crisis asociada a la enfermedad. La misma fórmula agigantada probada tras el tsunami económico de 2008.

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El gobierno de Joe Biden acaba de poner en marcha un plan de estímulo de 1,9 billones de dólares que, sumados a los rescates durante la era de Donald Trump y el de 900 mil millones de dólares impulsado por los demócratas en diciembre pasado, redondea los 5 billones. En ese número explica el apoyo que mantienen los mercados hacia Biden. Equivale a un poco menos de la cuarta parte del PBI norteamericano de unos 22 billones de dólares, el mayor del mundo.

Cinco billones de dólares es, además, la diferencia a favor de EE.UU. respecto al PBI chino, una distancia que se recortará en la última mitad de la década cuando las dos potencias tendrán igual dimensión económica, si es que alguno de los dos rivales no logra impedir el desarrollo del otro.

Esta lluvia de dinero fiscal configura “un experimento que no tiene paralelos desde la Segunda Guerra” puntualizó recientemente The Economist. Para ese enérgico medio liberal la buena noticia se opaca por “el peligro para EE.UU. y el mundo de que la economía se sobrecaliente” y dispare inflación y aumento de tasas. El FMI, lejos de esas preocupaciones, remarcó en tono celebratorio que las velas al viento de EE.UU. se deben a esos extraordinarios estímulos.

Vladimir Putin, el mandatario ruso con Xi Jinping, nunca antes hubo un vinculo tan fuerte entre estos dos países Reuters

Vladimir Putin, el mandatario ruso con Xi Jinping, nunca antes hubo un vinculo tan fuerte entre estos dos países Reuters

Sobre China repitió las mismas palabras. El gigante asiático recuperó un nivel de crecimiento pre pandémico “lo que muchos otros (en el norte mundial, ni hablar del sur) no lograrán antes de 2023” debido a “una respuesta enérgica en materia de inversión pública y el apoyo del Banco Central”.

Este impulso en cada una de sus veredas, las dos capitalistas más allá de los formatos, mantiene a China y reinstaura a EE.UU. como las dos locomotoras de la economía mundial. En especial Norteamérica cuya estructura es superior todavía a la de su rival asiático. La OCDE, un club de naciones ricas, predice que EE.UU., entre las mayores economías mundiales, será al final de 2022 más grande aún de lo que se pronosticaba antes de la pandemia.

Ese poder económico se verifica en poder político. No hay uno sin el otro, y en especial sin el primero antes del segundo. Es por eso que Biden, después de esos rescates por la pandemia, se propone un gasto igualmente extraordinario para impulsar el desarrollo de EE.UU. y fortalecerse en la rivalidad con China. Un eje central, el área tecnológica.

El plan contempla inversiones que se extenderán a lo largo de ocho años y se financiarán con un aumento del impuesto a la renta empresarial al 28 por ciento desde el 21% actual. Hasta The Economist está de acuerdo con esa medida. En ese punto la responsable de Economía en el gabinete de Biden, Yanet Yellen, propuso que se uniformen los gravámenes alrededor del globo para cesar la competencia con beneficios impositivos y atraer capitales. De darse seria una muestra en pequeño de la coordinación que surgió en la segunda posguerra, entonces con el patrón oro.

Esta pelea de desarrollo económico e influencia política entre los gigantes, puede ser una buena noticia para el resto del mundo porque aceleraría la velocidad del crecimiento global. Es lo que el Fondo ha venido suplicando a lo largo de la era de Trump y que repite incluso ahora como un mantra respecto a la necesidad de que se apacigüen las tensiones entre las dos mayores economías planetarias.

Aquel dinamismo se verificará, por cierto, si es que no se corporizan los espectros que señala ominosa la revista británica The Economist. Un alza de tasas, si fuere necesario contener una eventual disparada inflacionaria, estrangularía aún más a los países del sur mundial. “Los mercados emergentes con grandes déficit, como Brasil, o con grandes deudas denominadas en dólares, como Argentina, tienen motivos para temer el endurecimiento de las condiciones financieras mundiales tras un cambio en la política monetaria estadounidense”, sostuvo en un artículo bajo el título de “La gran apuesta”, la de Biden, con su lluvia de dólares.

Este G2 del poder real es trascendente porque anticipa una transformación crucial en el diseño geopolítico global. China y EE.UU. sobrevuelan casi los mismos conflictos en escenarios parecidos y con ímpetus similares para constituirse en el regulador mundial. La incipiente gestión iniciada este último martes en Viena por Washington para intentar rescatar el acuerdo nuclear de 2015 con Irán, se refleja en ese panorama, y constituye todo un ejemplo de lo que señalamos.

La nueva cumbre de Viene, con Irán y EE.UU. en charlas indirectas representados por europeos. Foto Reuters

La nueva cumbre de Viene, con Irán y EE.UU. en charlas indirectas representados por europeos. Foto Reuters

Hay un puñado de razones por las cuales la administración de Biden se lanzó a ese complejo intento en medio de la actual crisis global que impondría otras prioridades. Una de ellas es la constatación de que la potencia persa, que había congelado su estructura atómica en el acuerdo de 2015 con EE.UU. la retomó con mayor dinamismo después de que Trump desactivó de modo unilateral ese pacto histórico.

Irán, así, ha llegado a enriquecer uranio hasta el 20%, una escala que vuelve inminente el salto al 90% requerido para una bomba. Se calcula que en cuatro meses Teherán contaría con su primer pack de artefactos nucleares. China ha dejado hacer, y acaba de suscribir un plan de ayuda a Irán por US$400 mil millones en infraestructuras a cambio de un cuarto de siglo de suministro continuo de petróleo y gas.

En otras palabras, el pacto de Viena que llevó adelante Barack Obama con Irán, colocaba a la potencia persa bajo la influencia occidental, amplificada por el aluvión de inversiones que comenzaron a moverse en particular desde Europa. La estrategia de Trump, en cambio, llevó a Irán a abrazarse a China que consolidó su proyección asiática y en Medio Oriente.

Dentro del G2 estos juegos de ajedrez son previsibles. China y su íntimo aliado ruso, ven con simpatía el acercamiento norteamericano a Irán. No rivalizan con Washington en estos capítulos, tampoco respecto a cambio climático o en la iniciativa para el apaciguamiento de conflictos de suma cero. Pero el caso de Irán tiene una especial importancia porque implica la reescritura de la agenda norteamericana en la región, un dato que interesa a todos.

Trump volteó el acuerdo de Viena atento a la demanda de Israel y Arabia Saudita que buscaban una herramienta para recortar o fulminar la creciente influencia iraní, agigantada tras el giro a su favor de la guerra de Siria. Pero hoy Biden ha puesto límites al vínculo “carnal” que sostuvo su antecesor republicano con esos países, muy especialmente con la corona de Riad.

El acercamiento con Irán tiene así una dimensión más amplia que el objeto que lo motiva. Israel lo advierte y en esa constatación puede encontrarse la razón del ataque que lanzó en las últimas horas a un buque iraní supuestamente espía, en el Mar Rojo. Una peligrosa señal de la repulsa al nuevo mundo que trae la Casa Blanca.

Ficha sobre la técnica del enriquecimiento de uranio AFP

Ficha sobre la técnica del enriquecimiento de uranio AFP

Es posible adivinar otra lengüeta en estos movimientos. Las corporaciones europeas (y las norteamericanas) quieren retomar los negocios en Irán y competir mano a mano con China. La automotriz Peugeot nunca pudo recuperar unos 450 millones de dólares que quedaron en la República Islámica debido a la presión sancionadora de Trump contra cualquier negociación con el régimen.

La poderosa petrolera francesa Total tiene ahí aún 50 millones de dólares muertos. Y así un amplio número de compañías de primera línea que arrancaron negocios en aeropuertos, flota de aviones, servicios e infraestructura y debieron cancelarlos. La UE ha gestionado con intensidad durante estos años para que se restaure la relación negociadora con Irán. EE.UU. se asocia ahora con ese interés, parte de la estratégica para recuperar la alianza con el Continente que desbarató el republicano abriendo un vacío que ocupó China.

Un dato menor pero ilustrativo de estas acrobacias involucra a Corea del Sur. Seúl le debe 7 mil millones de dólares a Teherán por compras de petróleo. El bloqueo por las sanciones impide saldar esa deuda. Recordemos que a comienzos de este año, Teherán confiscó a un tanquero del país asiático en el Golfo Pérsico.

Ahora la web de la NPR (National Public Radio de EEUU) citó a un académico que señaló que si Corea del Sur le entrega en principio mil millones de esa deuda a Irán, esta vez la Casa Blanca mirará para otro lado. A cambio de esos gestos, EE.UU. necesita volver a congelar el programa nuclear. China es un socio paradojal para el mismo objetivo, y una influencia decisiva junto con Rusia sobre la teocracia iraní. El G2.
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