Mundos íntimos. La noche que mi abuelo murió, di mi primer beso: lo triste y lo alegre se juntaron para hacerme adulto

Sociedad
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Yo tenía 12 años cuando conocí a mi abuelo paterno y, contra todo los que había escuchado sobre él en mi vida, parecía un tipo simple. Estaba en el hospital, pero

eso no nos impidió hablar durante tres horas; yo me pudiese haber quedado días. Me caía bien mi abuelo.

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Por ese entonces, en mi colegio, había dos grupos: los que molestaban y los que eran molestados. A fines de séptimo grado lo que unía a esos dos grupos y a todos los grupos eran las matinés —fiestas que duraban de nueve a doce de la noche— en un club que prefiero no nombrar.

Una vez estaba en el cumpleaños de un amigo y su tío nos sorprendió preguntándole a uno si ya íbamos a las fiestas de ese club. El chico se puso nervioso y sonrió con timidez diciendo que no. Yo miré al cumpleañero por lo bajo, pero había huido. Nadie contaba nada.

Hospital. Allí Iñaki Zubiaur conoció a su abuelo y allí se desarrolló su corto pero fuerte vínculo.

Hospital. Allí Iñaki Zubiaur conoció a su abuelo y allí se desarrolló su corto pero fuerte vínculo.

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Antes de que mis compañeros empezaran a ir a las matinés del club, todos íbamos a los shoppings. Ahí, la mayor diversión de la noche no eran las chicas, sino molestar a la gente, hablar con los guardias de seguridad y algunas cosas más. Los más rebeldes fumaban en la puerta o tomaban alcohol en alguna plaza. Después de los shoppings, aparecieron los Trucos. Eran fiestas en los colegios donde se suponía que íbamos a jugar al truco, pero la verdad es que se iba para hablar con chicas. También en esa época apareció un (viejo) nuevo término: chapar. Era una palabra que solo usábamos entre nosotros. Al principio significó darse un pico, después significó un beso.

Las matinés del club llegaron uno o dos años después. Antes de esa época, las fiestas en los colegios —ya nadie les decía Trucos— habían subido de tono. Había música y, frente a la música, un grupo de gente saltando y chocando entre sí: un pogo. Eso ocurría en el estribillo de la canción. Los primeros descubrimientos del cuerpo femenino ocurrían en los pogos. Recuerdo que muchas personas salían corriendo hacia afuera cuando se acercaba el estribillo. A otros les parecía entretenido, incluso cuando se caían y se ahogaban por tener quince personas encima. A mí no me divertía, pero nos metían a todos adentro como el mar aspira a los turistas en la playa. Una de las primeras veces que quedé en esa vorágine de violencia alguien me pisó el pie y otra persona me empujó, y yo perdí mi zapatilla. En la búsqueda, multipliqué los números en las estadísticas de rodillazos en la cara de la historia de la humanidad, y no la encontré.

Desde chico, en la soledad y el secreto, fui un fanático de la historia de mi familia. Principalmente por mi familia paterna, porque era un enigma. Mis abuelos se divorciaron en 1992, el mismo día que mis padres se conocieron. Mamá siempre recuerda cuando papá se lo contó, aunque él ya no vivía con sus padres. Ella y su familia eran muy practicantes del catolicismo y eso no era un punto a favor en la imagen de mi padre.

A mí también me pasaron la práctica religiosa, más que nada cuando era chico. Recuerdo un viaje que hicimos con mamá a Salta para ir a un cerro donde hay una vidente de la virgen. Yo no tenía más de diez años. A la vuelta de ese viaje, un cura me apartó del grupo, sacó la cruz de plata que llevaba siempre con él y me la dio diciendo que yo iba a ser mejor sacerdote que él. Aunque en mi casa hay imágenes y rosarios por todos lados, mi familia no sabía cómo sacarme de la cabeza el convencimiento de que debía ser cura.

Don Quijote. A este ejemplar, que tiene más de 100 años, lo firmó el abuelo de Iñaki Zubiaur antes de morir.

Don Quijote. A este ejemplar, que tiene más de 100 años, lo firmó el abuelo de Iñaki Zubiaur antes de morir.

A mi abuelo nunca me animé a contarle eso. En cambio, yo en esa época dibujaba. Me encantaba dibujar y, como era fanático de los autos, dibujaba autos. Llegué a dibujar 40 en un verano, sin salir mucho de mi cuarto, dedicándoles cada hora del día. Incluso, hubo intentos de diseños propios. Eso sí le conté a mi abuelo y el día que lo conocí, al volver a casa, agarré una tabla de madera que venía guardando hacía meses para usar en algún auto especial y empecé a dibujar y luego pintar el Citroën 2CV que él había tenido cuando papá era chico. Iba a ser un regalo.

Unos meses antes habíamos empezado a ir a las matinés del club; yo, porque todos iban. Además Tadeo, un amigo, estaba motivado y cuando él está motivado no hay cosa mejor en el planeta. Fui una primera vez. El lugar que usaban para la fiesta era la casa de club house, que estaba justo frente a las canchas de rugby. Dentro de esa mínima casa, estaba el DJ, los buffers y los demás parlantes. Alcohol no se tomaba todavía, pero uno siempre veía alguno que otro yendo con mucho entusiasmo atrás de los baños. Había una galería techada a un costado y, la primera vez que fui, la fiesta llegaba hasta ahí porque hacía mucho calor.

Era diciembre, todavía no conocía a mi abuelo y ni se me ocurría que eso iba a pasar. La gente saltando en pogo esta vez era multiplicada por mil. Esa primera noche en la galería, vi como unos chicos hicieron una ronda muy grande, dentro de ella bailaban dos gemelas idénticas. El primero de ellos que pasó, aplicó lo que era regla: abrazó de atrás a una de ellas; la otra lo miró y le dijo que sí con la cabeza a su hermana abrazada, que se dio vuelta y le clavó la boca al chico. Ese fue el primero, pero después fueron pasando los otros con una o con las dos hermanas. Mis compañeros no estaban en la ronda, pero también chaparon. Yo no, fui el único que no chapó esa noche.

Un mes después a mi abuelo le descubrieron un cáncer terminal. Lo habían operado pero había sido una de esas cirugías que abren y cierran porque no hay nada que hacer. Entonces, un tío abuelo mío llamó a mi papá y le contó la situación. Mi papá y mi abuelo no se veían hacía 25 años. Yo nunca supe la razón pero me inclino a pensar que concierne a mi abuela, el divorcio y el paso del tiempo. Papá, después de pensarlo un poco, fue y se reencontró con su padre en el hospital donde seguiría internado. Días después nos contó a mi hermano y a mí y nos preguntó si lo queríamos conocer.

La reunión fue dos días después. Cuando llegamos, papá pasó primero y le avisó que estábamos afuera. Lo que más recuerdo de esa primera mirada es la diferencia entre la imagen mental que tenía de mi abuelo y la realidad.

De chico, conocer la historia de mi familiar era un pasatiempo casi aventurero; nunca nadie me daba la historia completa. Alguna vez de muy chico me enteré que mi abuelo paterno existía y que simplemente yo no lo conocía. Otro día, me enteré que se había casado de nuevo tras el divorcio. Otro día me enteré que no había ido al casamiento de mis padres por exigencia de mi abuela. Otro día me enteré que era muy frío y callado. Otro día me enteré que si le preguntaba a mi abuela, la respuesta iba a ser una mala cara y la posibilidad de armar un problema, de alguna forma. Otro día fue una foto perdida en la cual decían que él aparecía —mi abuela había destruido casi todas las fotos—. Y en ese momento ahí estaba. Tenía voz grave y, curiosamente, hablaba mucho. Era un tipo sumamente interesante.

Yo no fui el único en descubrir a una persona esa mañana, porque papá tampoco reconocía a ese hombre. No era el abogado frío y silencioso del que me había contado, sino que era un tipo cálido y, en el fondo, un artista. A los casi 70 años había estudiado Bellas Artes, también tallaba madera, pintaba al aire libre, había criado a los dos hijo huérfanos de padre de su segunda mujer y le encantaba el Delta. Y tenía humor: en un momento, empezó a contarnos una anécdota de hacía cincuenta años atrás y, al final, él se reía más que nadie. Yo sabía que eso mismo era tener un abuelo.

Cuando le conté de mis pasatiempos: que dibujaba, que jugaba al golf y más, se puso contento. “Qué bueno. Sos un chico sano”, me dijo. Además, compartíamos el gusto por dibujar. No le conté sobre la ronda y los chicos que había visto unos meses atrás.

Al salir, su mujer nos acompañó. Ahí nos dijo que él estaba feliz de conocernos a mi hermano y a mí, que hacía mucho tiempo que no estaba tan feliz. Yo no solamente estaba contento, estaba casi obsesionado. Incluso hice planes hipotéticos para escaparme del colegio e ir a verlo al hospital. Él y su mujer ya me habían propuesto una tarde de té en su casa cuando todo el tema del hospital se terminara.

Ese encuentro se repitió casi idéntico una segunda vez y después llegó el tercero. El tercero era importante: yo le iba a llevar el auto que le había dibujado y él iba a firmar un libro cuya leyenda familiar cuenta que cada generación debe firmar. Es un Don Quijote que tiene más de 100 años. En la primera página, mi tatarabuelo —que fue el integrante argentino del primer Comité Olímpico Internacional y una persona que dedicó su vida a la educación argentina— cuenta que fue un regalo para su cumpleaños 63, en 1919, y escribe que ese es un libro para ser conservado y leído por las generaciones venideras. Mi bisabuelo lo firmó en 1946 y quizá mi papá escuchó de él que así debía ser.

Esta tercera visita fue de noche y las luces del cuarto estaban muy bajas. Mi abuelo tenía una mascarilla de oxígeno y yo lo notaba extraño, más viejo; hablaba mucho menos y se agitaba o intentaba decir cosas que terminaban en un balbuceo. Con mi hermano conocimos a gran parte de la familia esa noche: había ido mí tía abuela, mis tíos, mis primos y algunas personas más. Pasamos con mis padres al cuarto y yo le entregué el auto, que le encantó e hizo que lo dejaran justo frente a su cama así lo podía ver siempre. Después, le conté lo del libro —que él debía conocer— y le pregunté si lo podía firmar. Él practicó en servilletas, se sacó la máscara de oxígeno y lo firmó. Después hablamos un poco más hasta que papá nos llevó afuera, porque se terminaba el horario de visitas y faltaba que pasaran varios familiares.

Mientras esperábamos el ascensor para irnos, yo me escapé. Corrí hasta el cuarto y entré. Estaba mi tía abuela y alguna persona más que yo tampoco conocía. Me acerqué en la penumbra hasta su cama y le dije, por primera vez en mi vida, que lo quería. Le di un abrazo, entre las vías y la máscara y los cables, y un beso. Después volví al ascensor, donde me buscaban, y nos fuimos.

El próximo día era un viernes y yo tenía casi decidida una rateada del colegio; ya me había aprendido de memoria el camino al hospital y tenía plata para el transporte. Pero no contaba con una distracción: que Tadeo me iba a invitar a una de las fiestas del club. Mi cabeza entonces voló a otra cosa y pospuse la visita. A la tarde me enteré que papá había estado todo el día en el hospital, así que me alegré por mi suerte.

A eso de las diez de la noche llegamos al club. Caminamos la entrada oscura hasta el club house y nos metimos dentro. Yo no me sentía cómodo porque sabía que debía intentar chapar, y en realidad odiaba ir. Los chicos, después de aproximadamente media hora de estar ahí dentro, salían y comparaban resultados: el número de chapes regular era de dieciséis por vez.

Pero esa noche yo ya estaba informado. Preguntando a mis amigos sutilmente, había investigado cómo se hacía y ya lo tenía claro. Creo que no pensé en mi abuelo en toda la noche. Entonces lo intenté una vez y fallé. Mis amigos estaban aburridos de que los retuviera —tenían sus propios intereses, competitivos o no— y entonces me sentí obligado a intentarlo de nuevo.

Nunca supe su nombre. Me sorprendió la velocidad y la dedicación de las bocanadas. Cuando terminó, me alejé con un chicle menos en la boca y con un sentimiento raro. Papá nos fue a buscar al rato y, como todos, yo me sentía extrañamente exaltado.

Al mediodía siguiente, mamá me despertó y se sentó a los pies de la cama. A mí me dio un susto terrible. No tenía cara de alegría. Quizá se había dado cuenta de todo y yo ni sabía a quién me había chapado. Y al principio pensé que no había entendido, pero me repitió que, al rato de que papá y yo llegamos, llamaron del hospital porque mi abuelo había muerto; el velorio era en un rato. Yo caí en la cama sin poder creerlo. Creo que sentí culpa. Lo triste y lo alegre se juntaron para hacerme adulto.
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Iñaki Zubiaur tiene 20 años. A los 16 fue a un concierto de Paul McCartney y quedó aplastado bajo un pogo. Un tiempo después de ese evento, por recomendación de una persona, empezó a leer un libro y ya no paró; consecuentemente, descubrió el mundo de la escritura. Estudia Comunicación Publicitaria e Institucional y trabaja en comunicación. Participa de los talleres de escritura de Luis Mey y tiene algunas novelas en proceso. Escribe casi todos los días y muchas veces se despierta antes de lo que debería para finalizar un capítulo. En el futuro, aspira a terminar su carrera y encontrar su espacio en el mundo laboral, pero más que nada a seguir escribiendo.