Fake news históricas: "¡Los judíos mataron al zar!"

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El 13 de marzo de 1881, miembros del grupo terrorista revolucionario Voluntad Popular lanzaron sus explosivos contra la comitiva del zar Alejandro II en San Petersburgo, que murió por

las heridas causadas por una de las bombas. La ironía quiso que el lugar del asesinato coincidiera con uno de los escenarios principales de Crimen y castigo: el canal Ekaterininsky.

De los seis terroristas que fueron condenados a muerte por el atentado, solo una era judía. Se llamaba Guesia Gelfman, y no tardó en hacerse célebre. Cuando llegó la sentencia a finales de marzo, dijo que se encontraba embarazada de cuatro meses. Era verdad y, según la ley, tenía derecho a dar a luz antes de que la ahorcasen.

En los meses siguientes, la presión de la prensa extranjera llevó a que le conmutaran la pena capital por otra de trabajos forzados y le permitieran, insólitamente, conceder una entrevista a un periódico desde la cárcel (donde se quejó del trato que estaba recibiendo). Las prisiones rusas no eran conocidas, precisamente, por su humanidad.

Los acusados del asesinato ante el tribunal. Foto: archivo

Los acusados del asesinato ante el tribunal. Foto: archivo

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Con todos los focos sobre el régimen zarista, la policía aseguró que pondría a su disposición a un ginecólogo de la corte imperial para que diese a luz con garantías, lo que no impidió que Gelfman acabase muriendo por complicaciones del parto (peritonitis) poco después.

Así fue como, en el imaginario de muchos rusos, esta mujer se transformó en un miembro especialmente representativo del grupo que acabó con la vida de su zar. Ella, que ya era una prófuga antes del magnicidio, había evitado que la ahorcasen junto con los otros cinco terroristas y había recibido un trato privilegiado gracias a una campaña europea… ¿No sería todo eso una prueba más del poder judaico internacional?

El 15 de abril de 1881, el mismo día de la ejecución de los terroristas, estallaron los primeros pogromos, palizas y linchamientos públicos de judíos en la ciudad ucraniana de Elisavetgrado. Decían que habían cometido un asesinato ritual a las puertas, cómo no, de la Semana Santa.

Momento de la explosión que causó la muerte a Alejandro II. Foto: archivo

Momento de la explosión que causó la muerte a Alejandro II. Foto: archivo

Era un clásico ya del antisemitismo europeo desde hacía siglos. La acusación habitual era que sacrificaban a niños cristianos para utilizar su sangre en la preparación del pan ácimo para la celebración de su Pascua. Eso sí que es una leyenda negra.

La violencia antisemita, que se saldó con asesinatos, robos y violaciones, se extendió como el fuego a cientos de poblaciones rusas durante los tres años siguientes. En paralelo, muchos de los pasos que se habían dado, durante el reinado de Alejandro II, para la emancipación de los judíos se revirtieron.

Y como recuerda Irving Howe en su ya clásico estudio World of our fathers, miles de familias, destrozadas emocionalmente, perdieron cualquier esperanza de alcanzar la igualdad de derechos con el resto de los rusos e iniciaron una emigración masiva.

“La policía nos ha traicionado”

Muchas de ellas llegaron a creer que las fuerzas de seguridad habían tolerado, e incluso organizado, la violencia. Les parecía inconcebible que se hubieran multiplicado las agresiones a semejante velocidad en tantas localizaciones distintas. El mismo Howe, e incluso Hannah Arendt, también creyeron en esta teoría de la conspiración muchos años después.

Concretamente, escribió Arendt en Los orígenes del totalitarismo, “la antipatía ocasional de los eslavófilos hacia los judíos se trocó en antisemitismo en toda la intelligentsia rusa cuando, tras el asesinato del zar en 1881, una oleada de pogromos organizados por el gobierno desplazó la cuestión judía hacia el foco de la opinión pública”.

Hannah Arendt en 1933. Foto: archivo

Hannah Arendt en 1933. Foto: archivo

Y eso es lo que, hoy sabemos, sucede con las fake news: el primer bulo provoca una cadena de mentiras que alimentan la polarización, el miedo y el enfrentamiento social. Hasta las mejores mentes pueden verse confundidas y engañadas, aunque, naturalmente, para que el cóctel sea realmente incendiario, hace falta un combustible especialmente inflamable.

Hablamos, sobre todo, de la gasolina de la erosión de la credibilidad de las instituciones, la impotencia de las fuerzas de seguridad, la irresponsabilidad de algunos medios de comunicación, la notable aceleración de las comunicaciones, la desestabilizadora transformación social y económica y la difusión de lo que Arendt denominó como “nacionalismo tribal”.

Cuando convergen todos esos factores, solo hace falta una buena cerilla, un shock demoledor, para que las llamas se propaguen.

En el caso de los pogromos de 1881, el papel del shock lo desempeñó, obviamente, el asesinato de Alejandro II, y las instituciones con la credibilidad dañada eran las propias de la autocracia zarista. No debían de ser muchos los que pensaban, a esas alturas, que los políticos de San Petersburgo, con la excepción quizá de la familia real, perdían el sueño por algo que no fuesen sus ambiciones y deseos de poder.

Al mismo tiempo, como recuerda el historiador Heinz-Dietrich Löwe en su estudio The tzars and the jews, las fuerzas de seguridad estaban aterrorizadas ante la posibilidad de un brote revolucionario en todo el país, tenían la moral por los suelos después del magnicidio y se vieron desbordadas por las protestas masivas, que volcaron su violencia sobre los judíos. Por supuesto, también hubo agentes individuales que simpatizaron y ayudaron a los violentos.

Retrato del zar Alejandro II. Foto: archivo

Retrato del zar Alejandro II. Foto: archivo

La velocidad con la que se multiplicaron los pogromos, que proyectó la ilusión de que era una campaña organizada, se explica, en parte, por dos motivos. Primero, por la expansión del tren, que constituyó una auténtica revolución para las comunicaciones del Imperio. Agresores y matones de todo tipo aprovecharon esta circunstancia para moverse con rapidez.

Y, segundo, porque la inmensa mayoría de los pogromos no se produjeron en todo el Imperio, sino casi exclusivamente en Ucrania, una región con una considerable tradición antisemita y donde, por eso mismo, las mentiras contra los judíos resultaban especialmente creíbles.

Locura económica (y social)

En cuanto a la desestabilizadora transformación social y económica de los años anteriores a los disturbios, Löwe recuerda el impresionante punto de inflexión que significaron, por un lado, la emancipación de millones de siervos en 1861, y, por otro, el disparatado crecimiento económico que la acompañó hasta la década siguiente.

Durante aquellos años, las exportaciones agrícolas rusas despegaron, y algunos judíos con talento para los negocios, dominio de varios idiomas y redes familiares en distintos países asumieron un considerable protagonismo en los intercambios. Aquello atizó la prosperidad de miles de judíos que, gracias a los pasos que Alejandro II dio hacia su igualdad de derechos, ya podían acceder a una formación, unos puestos de trabajo y unos lugares de residencia que antes les habían estado vedados.

A la envidia hacia los judíos que provocó ese ascenso social, bien descrita por el historiador Simon Schama en La historia de los judíos, se sumó otro agravio. Muchos comerciantes y artesanos vieron que sus negocios y monopolios gremiales quedaban desplazados por la presión de la competencia y la satisfacción de unos consumidores que podían y querían comprar más barato. El comercio internacional se multiplicó y, con él, las importaciones de otros países. Además, el tren hizo posible que llegasen a sus puertas los productos de otras localidades.

No fueron pocos los comerciantes y artesanos que echaron la culpa a los judíos en los años buenos, pero sus enemigos aumentaron, con seguridad, en los malos. A partir de 1873, se produjo una larga depresión económica mundial y el comercio internacional se enfrió dramáticamente. En consecuencia, el malestar se propagó por unas tierras ucranianas que ahora tenían que hacer frente al empobrecimiento y al paro.

El terreno estaba bien abonado para el malestar explosivo, porque, además, muchas ciudades ucranianas habían multiplicado su población en pocos años y, muy probablemente, sus servicios e infraestructuras no daban abasto.

Prensa y tribalismo

Los medios de comunicación, como también recuerda Löwe, no jugaron un papel precisamente ejemplar en los años anteriores a los pogromos. Ya no es solo que luego cubriesen con peor o mejor fortuna la fake news sobre el magnicidio de Alejandro II, sino que muchos periódicos, sencillamente, se habían opuesto durante años a que el zar diera nuevos pasos hacia la equiparación de derechos de los judíos, con argumentos xenófobos.

Así, estos últimos no podían ascender socialmente sin someter a puntapiés a los muy nobles y respetables campesinos rusos. Y tampoco podía ser que los judíos utilizasen sus redes familiares en otros países para hacer negocios, como todo el mundo. No. Tenían que estar montando una conspiración para dominar a las muy nobles y respetables instituciones del Imperio.

'Víctimas del fanatismo', pintura de 1899 de Mykola Pymonenko. Foto: archivo

'Víctimas del fanatismo', pintura de 1899 de Mykola Pymonenko. Foto: archivo

Pero aquellos no eran prejuicios aislados, como explicó bien Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, sino que fueron consolidándose en torno a lo que ella denominó nacionalismo tribal, que “debió parte de su atractivo al desprecio por el individualismo liberal, el ideal de la humanidad y la dignidad del hombre”. Y ese desprecio se nutrió de una crisis económica que puso en evidencia a la primera globalización.

Según Arendt, el nacionalismo tribal nos quiere a todos convertidos en una masa uniforme y orgullosos de ser el pueblo elegido. Para él no hay humanidad como tal, sino una sucesión de naciones basadas en etnias y razas tan diferentes como “un lobo lo es de un zorro” y, frecuentemente, enfrentadas por el poder.

En estas circunstancias, la única fuente de la dignidad humana es la nación a la que pertenecemos (el Estado es totalmente secundario, y sus fuerzas de seguridad carecen de legitimidad para contenernos), y no tenemos más responsabilidades colectivas (como seres humanos) que las que determinan las ansias de nuestro grupo. Nuestra falta de obediencia ciega a los dictados de nuestro origen (nuestra sangre, nuestro pueblo) se considera de una deslealtad inaceptable. Estamos “vendiendo” a nuestra familia.

No fue difícil que el nacionalismo tribal se volviera decididamente antisemita en Rusia. Y eso lo vimos con los pogromos. Bastaba con no reconocer a una parte de la población la misma dignidad humana que al resto, con dividir a la sociedad en dos grupos uniformes e incompatibles (judíos y eslavos) y con asumir que la única manera en la que podían relacionarse era una lucha por la supremacía entre pueblos elegidos. Que estallase la violencia era cuestión de tiempo.

Por Gonzalo Toca Rey, La Vanguardia

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