Mundos íntimos. Memorias de una mujer vegetariana: para mí la locura es comer carne, no a la inversa

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De chica no conocía el término “vegetariana”. Pero tenía muy claro que yo era humana y que, por lo tanto, no tenía por qué andar comiendo los cuerpos de otros animales.

Durante mi niñez, empecé a sentir que mi garganta era un tobogán o, mejor: un precipicio. La comida bajaba por mi esófago como si se suicidara.

¿Toda la comida? No, claro que no. En mi casa, como en casi todas las casas argentinas, se comía carne. Sobre todo, carne de vaca camuflada en milanesas. Lo que comenzó a pasarme fue que, sentada a la mesa, mientras masticaba frente a mi familia, sentía en mi boca la materia deshaciéndose, mezclándose con mi saliva, impregnándome el paladar con ese sabor agrio de lo que ya no tiene vida. Y cuando después de masticar mil veces finalmente tragaba (demoraba todo lo posible el momento de hacerlo), eso que había sido parte de un animal arañaba mi garganta y cada centímetro por el que se deslizaba antes de llegar al estómago.

Cuando digo que “arañaba” no me refiero a que me lastimara las paredes del esófago o algo así. Al contrario, bajaba pacíficamente por mi cuerpo, y no me pregunten cómo pero yo sabía que la “comida” que acababa de ingerir tenía esa mirada típica de las vacas tan parecida a la resignación. No me lastimaba, pero tampoco se privaba de hacerme saber que estaba ahí. Mientras el bolo alimenticio descendía, yo escuchaba los lamentos de eso que el bolo había sido antes.

Alianza. Anahí, de pequeña, con Trudy. Esa complicidad, que hoy provoca sonrisas, le fue muy útil cuando sentía que no podía tragar la carne que le daban.

Alianza. Anahí, de pequeña, con Trudy. Esa complicidad, que hoy provoca sonrisas, le fue muy útil cuando sentía que no podía tragar la carne que le daban.

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Algo parecido a un mugido lejano y continuo. Un mugido ambiente que invadía mi cuerpo y resonaba en mí, desde la región abdominal (ya que, a mi pesar, había llegado hasta el estómago) hacia arriba. Yo cerraba la boca, no lo dejaba salir, entonces rebotaba contra la parte alta de mi cabeza y ahí se mantenía. ¿Alguna vez fueron a un concierto coral en una iglesia? ¿Notaron cómo resuenan las voces en la cúpula? Bueno, era exactamente eso: las voces animales se elevaban hasta vibrar contra la cúpula de mi cabeza. Mi cuerpo era una iglesia con excelente acústica, ideal para este tipo de conciertos. Sólo que eran réquiems y marchas fúnebres que me acompañaban no solo durante el almuerzo o cena, ese era apenas el inicio: cuando todos nos levantábamos de la mesa, yo llevaba en mi interior un cementerio andante. Pasaba el resto del día o la noche con sensaciones corporales muy concretas: escuchaba que desde mis entrañas hacia afuera mi cuerpo iba asimilando una materia prima nada apetecible. Porque somos lo que comemos, de eso no hay dudas. A algún lector podrá parecerle que mis sensaciones son inventadas, o bien que tanto dramatismo tal vez haya nacido de la imaginación infantil, pero estas eran mis impresiones mientras lo vivía hace más de treinta años e intento registrarlas sin filtro. Tiendo a pensar que, si pasara por la misma experiencia de adulta, el cóctel de sensaciones corporales sería semejante.

A los ocho años decidí que ya no quería eso para mí. Pero mis padres no estuvieron de acuerdo: tenían los miedos esperables de cualquier persona con hijos en crecimiento. Sé que tuvieron toda la intención de informarse, que incluso consultaron con médicos en su momento. Pero el proceso de convencerlos hasta que aceptaran que su hija había decidido alimentarse de otra forma, llevó dos largos años. Y en ese tiempo desarrollé mi creatividad para zafar lo más posible. Mi hermana y mi hermano aceptaban trueques ilegales: te doy mi churrasco, dame tu tomate. Te cambio esta empanada de jamón por la de zapallito y zanahoria. Pasame el puré de tu pastel de papas, que yo te separo la carne picada del mío. También resultó de gran ayuda que tuviéramos a Trudy, nuestra perra salchicha enana. Misteriosamente, durante las comidas, Trudy se quedaba firme a los pies de mi silla, miraba hacia arriba y de vez en cuando movía la cola: las dos sabíamos muy bien lo que iba a pasar. Así, durante aquel tiempo, mastiqué carne como si fuera un chicle, pero casi nunca la tragué: ahí estaba Trudy para devorar todo lo que yo dejaba caer al suelo cuando los adultos se distraían.

Embarazo. Anahí Flores recorrió varios consultorios de obstetras hasta que uno aceptó su dieta.

Embarazo. Anahí Flores recorrió varios consultorios de obstetras hasta que uno aceptó su dieta.

Recién a los diez conseguí ser un poco más dueña de mi cuerpo y elegir qué llevarme a la boca y, sobre todo, qué no. Comer es, sin duda, un acto muy íntimo, pero yo me había visto obligada a mantener esa intimidad con animales sin vida. Para disfrazar esta situación embarazosa, la sociedad les pone otros nombres. ¿No es curioso que nadie diga: “voy a comerme un pedazo prensado de chancho” o bien “disfrutemos de este fragmento de vaca cocinada”? Se utilizan, en cambio, nombres amables que camuflan la realidad: para el chancho, jamón; para la vaca, churrasco; para la sangre coagulada, morcilla.

Hay cierto tabú en decirlo de otra forma y en más de una oportunidad lo confirmé, sobre todo durante la preadolescencia, cuando era una reciente y orgullosa vegetariana que se había ganado ese título gracias a su perseverancia. Me acuerdo de ir a asados de amigos y que, cuando el asador se me acercaba con la bandeja llena de pedazos humeantes, yo respondía que no comía muertos, y entonces me corregían: “No son muertos, nena, esto es un chorizo, ¿ves?”.

Si habré comido, en aquellos asados, pan francés y ensalada de lechuga, tomate y cebolla… Porque claro, hoy es habitual poner unas papas sobre las brasas, o una calabaza, o varios morrones, pero vaya uno a saber por qué en los ochenta a nadie se le ocurría algo así.

Y cuando al fin dejé de comer carne… empecé a tener pesadillas. Entre los diez y los casi veinte años mantuve un sueño recurrente con variaciones. La estructura se repetía: había un rehén (casi siempre, algún familiar cercano) y un pedido de rescate que consistía en que yo volviera a comer carne al menos esa vez. Por lo general, salchichas o hamburguesas. A veces empanadas de carne picada, igualitas a unas que hacía mi abuela. De vez en cuando un choripán. El olor en el sueño era intenso y a mí me agarraba culpa por dudar, ¿lo como, no lo como? Cuando al fin me decidía por salvar al rehén, cerraba los ojos y abría la boca, pero luego me resultaba imposible seguir adelante: me despertaba y pasaba varias horas con el estómago revuelto. Por suerte un día, así como habían aparecido, esos sueños se esfumaron.

Pasaron los años. A mis primeros novios les pedía que se lavaran los dientes si habían comido carne. Pero a partir de cierto momento sólo pude estar en pareja con vegetarianos. Porque ya no era sólo aquella sensación corporal e intuitiva de mi infancia, un olor en la piel, un gusto al dar un beso: hacia los veinte fui más allá y empecé a estudiar, a comparar las anatomías de los carnívoros, los herbívoros y los humanos y a sacar mis conclusiones. A entender sobre ética, violencia y herencias comportamentales no elegidas. A leer sobre problemas ambientales relacionados con la ganadería, o con las plantaciones de soja para alimentar ganado. A ser consciente de la cantidad de agua que se gasta para producir apenas un kilo de carne. A comprender la relación entre los incendios forestales supuestamente accidentales y la industria ganadera. A ver documentales sobre las pésimas condiciones de existencia de los animales que viven en cautiverio y luego terminan en el matadero, y sobre el caldo de cultivo de enfermedades que eso genera. (Y ya que menciono las enfermedades, ¿cuántas podrían evitarse si al menos se redujera el consumo de carne?).

Llegó un momento en que no me era posible siquiera plantearme formar pareja con alguien que considerara natural todo eso, que creyera que hay especies más importantes que otras. Porque quien cría a un ser en cautiverio para después comerlo, o le paga a otro para que lo haga, debe suponer que está en su derecho. Algún lector podrá decir que es lo culturalmente aceptado, y es verdad, pero no son pocas las cosas que fueron consideradas normales en una época y hoy ya no son admitidas. ¿Cómo es que el ser humano llegó a creerse el centro del mundo? ¿A convencerse de que su especie es más importante que todas las otras? Hace unos años me enteré de que eso se llama “especismo” y lo sumé a la lista de “ismos” en los que un grupo de seres se cree superior a otro (el machismo, el racismo y, por qué no, el capitalismo).

Siguió pasando el tiempo. En un proceso que duró varios años, saqué de mi dieta los lácteos y los huevos. Me junté con quien luego sería el padre de mi hija. Llegó el embarazo. Hice un casting de obstetras. Los primeros médicos que visité me recibían en su consultorio y me escuchaban contarles que no comía carne, ni lácteos, ni huevos. Miraban mis análisis de sangre. Decían que no era posible. Sugerían que esos estudios no podían ser de una vegana porque estaban muy bien. (¿Me estaban diciendo mentirosa en la cara?).

Decían que seguramente, con las semanas de embarazo, los resultados se alterarían, y que si los hacíamos en ese mismo momento era probable que ya tuviera carencia de hierro. La anemia, según ellos, era inminente. Yo les decía: pero las lentejas, pero la espinaca, pero los porotos negros y el jugo de naranja con vitamina C para asimilar el hierro... Me miraban como quien mira a una loca y me explicaban, cambiando el tono de voz y hablando más lento como si yo tuviera limitaciones para entender, que ahora ya no se trataba solamente de mí, que había otra vida que cuidar, que tenía que empezar a ser responsable.

A medida que salía de los consultorios, iba tachando los obstetras de la lista que me había hecho. Hasta que llegué al noveno. ¡El único que miró los análisis, vio que las cifras estaban bien y aceptó que la cosa podía funcionar! En fin: nunca tuve la tan anunciada carencia de hierro. El embarazo transcurrió sin sobresaltos, Sofía nació saludable y tomó leche materna hasta los dos años. Y fue entonces, al amamantar, cuando entendí la importancia de recibir la leche de tu propia especie. En ese acto de alimentar al otro a través de tu cuerpo, no estás dando únicamente nutrientes, también estás pasando conocimiento de tu especie y creando un vínculo con tu hijo o hija. Hay mucha información que se transmite con la leche materna, y yo me pregunto: ¿quién querría recibir información de una especie que le es ajena? ¿Quién querría ser amamantado por una vaca sabiendo que, además, al consumir esa leche que fue preparada para un ternero, está imposibilitando que una madre se relacione con su cría? Y eso por no mencionar la cantidad de grasa, antibióticos y hormonas que contiene la leche y que inevitablemente actuarán en la salud del humano que se aventure a tomarla.

Siempre pensé que el hecho de saber ciertas cosas trae la responsabilidad de hacer algo, luego, con ese conocimiento. Y el primer paso de ese “algo” se traduce en un cambio de hábitos. ¿Se puede tomar conciencia de todo lo que hay por detrás de la industria cárnica y, aun así, seguir viviendo como si no pasara nada?

Hace treinta y cuatro años que me volví vegetariana y hace dieciséis que abandoné los derivados de la carne (lácteos y huevos). Felizmente, unos años después, mi madre y mi hermana optaron por la misma alimentación. A lo largo de mi vida, fui haciendo una lista con las preguntas que me hicieron y todavía me hacen cuando se enteran de que no como animales (son las mismas que hace diez, veinte, treinta años: se repiten en un bucle infinito). De todas, la que más me asombra es: ¿por qué no comés carne? Cada vez que la escucho, pienso ¿y si nos preguntáramos lo opuesto?
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Anahí Flores escribe cuentos y poemas. Le gusta estirarse y tal vez por eso estudió danza y yoga. Vivió en Brasil, a pocas cuadras del mar, y ahora vive cerca del río en Florida, Vicente López. Se dio cuenta de que prefiere estar en barrios por donde pase el tren. Su libro “Se durmió y otros poemas” obtuvo un premio del FNA. Y su libro de cuentos “Criaturas” fue seleccionado para integrar el stand argentino en la feria del libro de Frankfurt. A veces canta, aunque su gata Mary Oliver se aleja si se le va la mano con los agudos. Se divierte dando talleres literarios. Es mamá de Sofía, con quien toma mate todas las mañanas que están juntas.