Por qué los talibanes son los dueños del tiempo

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Ustedes tienen los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”. Con ese proverbio afgano un negociador talibán explicó a un enviado norteamericano que no debían negociar como vencedores, sino

como vencidos.

Por tener los relojes, pero no el tiempo, Estados Unidos abandonó millones de afganos en manos de una organización retrógrada que, cuando imperó entre 1996 y 2001, fue más oscurantista que el personaje más oscuro de El Nombre de la Rosa. En la novela de Umberto Eco, el bibliotecario ciego de la Abadía odiaba la risa porque la consideraba una mueca diabólica. Los talibanes aplican el mismo razonamiento anti-aristotélico, pero sólo a la mujer. Por eso le prohibía reír en público.

¿Volverán a darles latigazos si ríen en la calle o muestran el rostro o salen sin un pariente varón al lado? ¿Volverán a lapidar a las supuestas adúlteras y a ejecutar homosexuales?

Si no retoman aquellas prácticas no será por el acuerdo que firmó Trump, sino porque al frente del nuevo régimen quede, finalmente, Abdul Ghani Baradar, el talibán que estuvo viviendo en Doha, donde presidió una oficina política y encabezó la delegación negociadora talibán. Es posible que en Qatar entendiera que no deben reeditar el régimen psicópata que imperó hasta el 2001, sino seguir el modelo de las monarquías absolutistas de la Península Arábiga, que son oscurantistas, pero no comen vidrio sino que se relacionan y hacen negocios con el mundo.

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A China, Pakistán, Rusia y los reinos árabes les conviene apoyar a Ghani Baradar o Abbas Stanekzai, quien también pasó años en Qatar, por sobre líderes sin roce internacional como Haibatullah Akhunzada, Sarajudín Haqqani y Mohammad Yaqoob, el hijo del Mullah Omar.

Que la remake talibán sea “light” y relegue a quienes no pueden ver más allá de sus turbantes, depende de lo que logren Pekín, Islamabad y Moscú, no de la potencia que no supo manejar la clave del tiempo.

En las guerras de baja intensidad no importa quién gana más batallas, sino quien tiene más tiempo. Y los talibanes tenían todo el tiempo del mundo. En Afganistán la guerra es el sistema. El movimiento militar pashtún es parte de ese sistema. La guerra no lo desgasta.

Los norteamericanos ganaron todas las batallas, pero eso es irrelevante. En Vietnam también habían ganado las batallas. Incluso la Ofensiva del Tet fue resistida por los marines. Pero el tiempo le pertenecía al Vietcong.

Esta derrota no se parece a la de los soviéticos en Afganistán sino a la de los marines en Vietnam. Los muyahidines les ganaron a la URSS muchas batallas. Particularmente, los guerrilleros tadyikos de Ahmed Shah Massud, el “León del Panshir”.

Hubo un arma clave para la victoria en las intrincadas montañas del Hindu Kush: el misil Stinger. Esos proyectiles antiaéreos con rastreador infrarrojo que se cargan en los hombros, fueron el arma con que los muyahidines que se escabullían en las laderas y valles, derribaban helicópteros artillados Mil-Mi 24 como si fueran palomas.

¿Cuándo empezaron a perder la guerra los norteamericanos? Cuando George W. Bush, el vicepresidente Cheney, el secretario de Defensa Rumsfeld y el subsecretario Wolfowitz invadieron Irak mintiendo justificaciones. A la existencia de armas de destrucción masiva la desmintió la inspección del experto sueco Hans Blix, y al supuesto vínculo entre Saddam Hussein y Al Qaeda lo desmiente el sentido común: Al Qaeda es wahabita y Saddam era baasista; una vertiente coránica radical y una ideología secular árabe: el agua y el aceite.

A la invasión innecesaria se sumó un grave error: la disolución del ejército iraquí. Esa fuerza militar obstruía al terrorismo islamista, pero los negligentes Rumsfeld y Wolfowitz ordenaron a Paul Bremer, gris virrey que habían instalado en Bagdad, que aboliera el ejército.

Eso convirtió en desempleados a cientos de miles de militares que saquearon arsenales y vendieron armas a los grupos terroristas que brotaron como hongos al desaparecer el ejército. Irak se infectó de milicias yihadistas y desvió energía militar de Afganistán al país árabe.

La invasión del 2001 desmanteló las bases de Al Qaeda, derribó el régimen y arrinconó a los talibanes en Helmand, pero con la energía absorbida por Irak, los marines fueron cesando la ofensiva y desde el 2014 dejaron de avanzar. Lanzaban operaciones aéreas, como la que mató al líder Akhtar Mansour, pero ya no desplazaban tropas buscando talibanes. Y terminaron convertidos en una suerte de policía municipal de Kabul, Mazar e-Sharif y Jalalab.

Al percibir que EE.UU. ya no tenía energía política para eliminarlo, el talibán empezó a avanzar. Tan corrupto como los gobiernos de Hamid Karzai y Ashraf Ghani, el ejército afgano allanaba el paso cobrando sobornos con dinero del opio. Los norteamericanos estaban solos en ese rincón centroasiático y se guiaban por los informes del ISI, aparato de inteligencia paquistaní que les había ocultado la presencia de Osama Bin Laden en Abodabad.

Pakistán siempre jugó a dos puntas y los estadounidenses nunca pudieron saber cuando los estaba ayudando a ellos y cuando a sus enemigos. De hecho, Pakistán apoya a la sanguinaria Red Haqqani, que realizó los mayores atentados suicidas contra bases de la coalición y cuyo poderío colocó a Sirajudín Haqqani, heredero del liderazgo de su padre, Jalaludín, en la cúpula talibán. Con esa información, Washington falló hasta en calcular lo que demorarían los talibanes en llegar a Kabul.

A la guerra en Afganistán, EU. UU. empezó a perderla en Irak. Sólo faltaba la capitulación deshonrosa que Trump aceptó en Doha y que Biden cumplió de manera desastrosa.

El presidente siente que está pasando el problema a China. Probablemente piensa que, si quiere completar el tramo afgano de su Ruta de la Seda y proteger sus inversiones mineras, Pekín debe hacerse cargo de ese agujero negro. Que debe hacerse cargo Rusia si no quiere que resurja el independentismo islamista en Chechenia, Ingushetia y Daguestán.

También Pakistán si no quiere que sus propios pashtunes quieran unir el Pashtunstán pakistaní al afgano. Y que Irán debe hacerse cargo de defender a los hazaras, etnia afgana que, como los iraníes, habla farsi y profesa el chiismo, por lo que el talibán considera herejes que deben ser exterminados.

En rigor, Irán debería actuar como Vietnam cuando invadió Camboya en 1978 para destruir al régimen genocida del Khemer Rouge. Pero no lo hará porque a los ayatolas sólo les interesa influir en Medio Oriente y complicar la existencia de Israel.

Washington puede tener razones políticas pero no la razón moral. Trump firmó una rendición, Biden la implementó y la imagen norteamericana estalló por una ráfaga de Kalashnikov que dispararon los dueños del tiempo.

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El ejército talibán. | Foto:Xinhua

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