Mundos íntimos. Mi encuentro con una travesti: más allá de lo erótico, nos pusimos a hablar. Me atrajo su personalidad luchadora

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Vamos, que esta noche te bautizo. Cerca de las 20 horas de una noche de julio de 2017, Ernesto, a quien nunca llamamos por ese nombre sino por su apodo, “Fat

Bastard”, me invitó a mí y a otro compañero de trabajo a que fuéramos a dar una vuelta en su carro.

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No lo sabíamos entonces, pero por dar una vuelta y bautizo se refería a ir a los bosques de Palermo, una de las válvulas de descompresión sexual que tiene Buenos Aires.

Duda. Conocer a una travesti no le disgustaba a Jesús Rodríguez G., pero no sabía si con ese grupo.

Duda. Conocer a una travesti no le disgustaba a Jesús Rodríguez G., pero no sabía si con ese grupo.

Yo tenía poco más de un año en Argentina y desde mi llegada había trabajado como costurero, jardinero en quintas de Vicente López, y, por último, encuestador en Constitución. Supuestamente, el trabajo se hacía para una institución gubernamental de la Ciudad.

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El coordinador de ese trabajo, era el tal Ernesto, un tipo obeso de unos 32 años, también venezolano, que se había venido tres años antes a estudiar Ingeniería. Toda su familia vivía en Venezuela y, aparentemente, era un gordo feliz.

Si decidí subirme a ese carro fue por miedo a perder al trabajo. En mi país había trabajado en varias editoriales del Estado durante casi 10 años, casi siempre como corrector o editor. Pero acá es distinto. Una cosa es venir a comprar libros como turista y otra tratar de hacerlos como residente.

“Fat Bastard” era conocido en ese trabajo por ser un gozador. Le gustaba ir a boliches queers, cines porno setentosos por microcentro, antros de Constitución en donde puedes tener sexo con mujeres de más de 70 años, los bosques de Palermo. Si no lo acompañabas, el hombre te hacía un poco la vida imposible hasta que te cansaras y te fueras del trabajo.

Me subí a ese carro porque también se montó Joaquín, otro encuestador que después se hizo mi amigo y que escribe muy buena poesía.

Incluso, pervertido total como era, Ernesto tenía gustos musicales notables. Se jactaba de haber estudiado el oboe en Venezuela. Daba risa imaginarse a un tipo de ese físico pero a la vez pequeño, con cangrejos en vez de manos, casi sin cuello, tocar algo tan delicado como el oboe.

En el carro, Ernesto puso música que nada tenía que ver entre sí: Depeche Mode, Julio Jaramillo, Karftwerk, Noro Morales. Pero, aunque me gustaba ese caos sonoro y arbitrario del gordo infernal, tenía una sensación extraña. Como si por un lado supiera lo que me esperaba en los bosques de manos de ese sacerdote del mal. Pero por otro, no tenía certeza de casi nada.

Palermo de noche. Allí ocurrió esta historia. Foto: Mario Quinteros

Palermo de noche. Allí ocurrió esta historia. Foto: Mario Quinteros

La idea del “Fat” era simple: llegar a los bosques, dar unas vueltas, elegir una travesti que nos gustara a los tres, subirla a la parte de atrás del carro y darle rienda suelta a las bajas pasiones que Ernesto estaba convencido que teníamos Joaquín y yo, que no manifestaríamos por reprimidos. Él, gordo emancipado, se contentaría con ver por el espejo retrovisor mientras manejaba entre la niebla y la soledad.

Nos lo había dado a entender mientras íbamos en camino. Joaquín compró la idea de inmediato. Yo francamente tenía mis reservas. Por un lado, siempre me sedujo la idea de tener un encuentro con una travesti, una fantasía normal en muchos hombres pero que casi ninguno asume. Incluso, en la Escuela de Letras escribí un ensayito en donde sublimaba a las travestis como la perla barroca perfecta, la unión de la potencia masculina y femenina en un solo cuerpo, lo que pudo ser y no fue. Aunque fue.

Pero por otro no me agradaba que si ocurría esta experiencia se redujera a ser un deseo autocumplido y proyectado de Ernesto, que fuéramos sus empleados títeres, instrumentos que él usaba para darse su ración de perversión semanal. Era un aberrado, pensaba yo.

El viejo Sierra avanzaba por la frialdad y el silencio de un miércoles de invierno en los bosques de Palermo.

Mientras pensaba todo esto, llegamos a los bosques. Joaquín se sintió como en una dulcería. Se veía que había ido otras veces: -Acá puedes ver a Shakira y a Libertad Lamarque. Todas son lo que tú quieres que sean.

El estúpido de Ernesto se rio. Ya en ese momento la experiencia se había vuelto incómoda. Lo que tanto pensé que quería que pasara, finalmente estaba haciendo aguas por todos lados.

Decidí que lo mejor era relajarme. “Fat Bastard” disminuía la velocidad. Bajó las luces.

Si usted ha ido a los bosques de Palermo de noche sabrá que la idea consiste en girar por los terrenos de los lagos, cerca del planetario y por algunas zonas aledañas al Rosedal, para ver “el material disponible”.

Y allí lo disponible es todo lo que se le ocurra: desde travestis que podrían ganar el Miss Venezuela hasta los que parecen camioneros con peluca. Incluso los hay con barba, bigotes y actitud y cuerpo de boxeador. Travestis que apenas rozaban la mayoría de edad y otras que me hicieron pensar en mi abuela con exceso de maquillaje. Incluso se podían clasificar y sectorizar por nacionalidad: las argentinas tenían dominadas un área cerca del planetario -por allí pasaban más posibles clientes-, mientras que en zonas más alejadas mandaban las venezolanas, dominicanas, peruanas y colombianas.

De Colombia, justamente, era una que se acercó al carro cuando el gordo lascivo paró el carro y lanzó su mirada en celo hacia la diva nocturna: -A esa la conozco yo desde atrás.

El comentario era grotesco e inmediato, como todo lo que parecía venir de esa masa parlante.

Ernesto le hizo a ella una seña. Se acercó hasta el Sierra, se inclinó cinematográficamente sobre el asiento del copiloto, lanzó una mirada cómplice al gordo y luego al vernos a los dos atrás dijo: -Ah, pero así es más caro, papi.

Por el acento me di cuenta de inmediato que era paisa, de Medellín, dueña de esa tonada melódica que ahora es muy popular por las series de narcos.

Cuchichearon acerca del precio y luego la colombiana nos hizo seña a Joaquín y a mí para que nos bajáramos y ella pudiera subir y quedar en medio de los dos.

El gordo infernal había planeado todo.

Más de cerca y con la luz interna encendida pude verla mejor: tenía entre 25 y 30 años, rubia, ojos de culebra brava, bella y dura, manos para escribir haikus y piernas de ciclista de ruta. A pesar de ser pleno invierno porteño llevaba falda y blusa escotada. Me dolió el corazón de tanta belleza.

-Me llamo Yoni y son 300 el oral y 450 el completo.

El gordo del averno eligió la opción más económica.

La voz de Yoni era como la del Coco Basile en miniatura. Contrastaba horriblemente con la elegancia pudorosa que transmitía. Recuerdo que me chocó eso, entonces y ahora.

Para ese momento yo estaba dispuesto a ir un poco más allá, a no tener problemas en la fiesta iniciara al menos en calidad de mirón. Así que le pregunté por su nombre real, cuánto tiempo llevaba en Buenos Aires, a qué se dedicaba en Colombia. Más que una travesti que está a punto de hacer su trabajo eso parecía una cita Tinder. Y si era eso, creo que podría terminar enredado de otra manera con Yoni, Yonita, La Yoni, como ya quería agendarla en el teléfono.

Mi Yoni.

El tema es que La Yoni no esperaba ese tipo de preguntas. O al menos no eran las que solían hacerles los clientes que iban a descargarse con la bella paisa.

El Gordo me miraba un poco desorientado, pues lo que quería era acción y no cine experimental noruego.

A estas alturas, Joaquín acariciaba a La Yoni. Yo proseguía con mi interrogatorio. Hay formas curiosas de tender puentes entre desvalidos.

La Yoni contó cosas como que su papá había sido combatiente de las FARC y que había sido dado de baja por las tropas del ejército en Antioquia en los años 90. Me dijo, mientras puso su mano sobre mi pierna, que su mamá la regaló a una tía en los llanos orientales de Colombia, en la frontera con Venezuela. Contó, mientras, Joaquín se toqueteaba y le buscaba la entrepierna, que su infancia había sido dura, pero que todo eso la había formado para la vida.

Lo que más me emocionó de La Yoni era que había estudiado Sociología en la Universidad de Antioquia, la más reconocida de esa provincia.

No terminó sus estudios, pero que alguien casi abandonada, que había rodado con familiares por la geografía de Colombia en su niñez, cuyo padre fue asesinado y cuya madre se desentendió de ella desde siempre, hubiera tenido la determinación para llegar a una universidad me parecía impresionante.

Para entonces, el amor germinaba dentro de mí, más allá de ser Cáncer.

Yoni me contó que en el cuarto semestre de su carrera se dio cuenta que sus ideales de izquierda siempre estarían con ella, pero que siendo socióloga se iba a cagar de hambre.

En esa época, pasados apenas los 20 años, decidió venirse a Argentina con la idea de trabajar un tiempo y luego volver a retomar sus estudios. El plan en realidad era otro: ser la Afrodita tropical que siempre soñó ser. La prostitución era uno de los pocos oficios que podía ejercer siendo travesti.

Recuerdo que me dijo que putas somos todos los trabajadores: alquilamos el cuerpo, de distintas maneras, pero el cuerpo al fin, para hacer trabajos que no queremos, en un tiempo determinado, por un salario que no nos alcanza. Me alcanzó a decir que entre las travestis de los bosques no había solidaridad, pues podrían rotarse entre todas las mejores zonas del sitio para que todas accedieran a clientes por igual, lo que no ocurría. Un socialismo de la prostitución.

-Las argentinas se quedan con la mejor parte y a una le toca los clientes que regatean. ¿Tú crees que estas tetas me las hice gratis?

Dijo que a ella la podían señalar de lo que fuera, pero no de estúpida, ya que en una hora podía ganarse lo que yo en una semana de perseguir transeúntes en Constitución.

El verbo confuso de La Yoni me tenía cautivado. Parecía no ser de ningún bando político y de todos. Pensé luego que podía fundar un partido político si quería. Partido Unido de Travestis Al Socialismo. Su voz de sapo herido me sacó del trance: -Niños, ¿vinimos a hablar de política o qué?

Fue la única vez que vi a La Yoni. También la última que vi al Gordo Ernesto. Se fue a Venezuela de vacaciones unos días después y luego conseguí un trabajo de camarero en un restaurante en San Isidro. Joaquín sigue siendo mi amigo.

No sé que pasó con la travesti socióloga. He ido un par de veces en estos años a los bosques a ver si la encuentro. Quiero creer que volvió a Colombia y terminó sus estudios. O que se enamoró de un cliente y ahora vive en una casita en Tigre en donde pasa sus tardes leyendo a Gramsci. Pero esos son finales felices. Puede haber muerto en una pelea con otra travesti por un cliente o un cigarro. Puede que ya no sea La Yoni sino alguien como Yon Esteban Romero.

Con ella aprendí que las leyes del mercado aplican entre las trabajadoras de los bosques a veces con más fiereza que en el mercado de bienes y servicios tradicional. Entendí que entre los más jodidos también hay jerarquías y sálvese quien pueda. Supe que había prostitutas mujeres en los bosques más “bellas” que los travestis y que casi no tenían clientes por noche, mientras que las travas a veces no se daban abasto. Entendí que ser migrante, travesti y prostituta es una posición política ante la vida, y que se necesitan leyes que reglamenten una realidad, no la prohibición de los cuerpos y el deseo.

Nada de eso importa ya. Esa noche seguirá girando conmigo quién sabe hasta cuándo.

En todo caso, “Fat” tenía razón. Fue un bautismo esa noche.
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Jesús R. Rodríguez G. Licenciado en Letras, venezolano, con más de 5 años viviendo en Buenos Aires. Trabajó en el mundo editorial en su país de origen, en donde publicó cómics, cuentos y algunos textos en la revista digital “Letralia”. En 2016, ganó el primer lugar del concurso de poesía de la Legislatura porteña. Ha realizado talleres con el escritor Fabián Casas y publicado en el fanzine “UOIEA!”. Publicó este año un texto sobre la situación laboral de migrantes venezolanos en la Revista Anfibia y con la OIM (Organización Internacional de Migraciones). Le gusta el cine B, la estética kitsch, los equipos deportivos pequeños y sin posibilidades, las ferias americanas, Borges y andar en bicicleta. Cree que los sueños son presagios y por eso los apunta siempre. Actualmente prepara un libro de crónicas, mientras espera volver a visitar Venezuela alguna vez.