El desafío turco a la diplomacia uruguaya

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Miraba a los manifestantes con una mueca irónica. Como si le causara gracia que protestaran por su presencia en Montevideo. De repente levantó su mano juntando los dedos

anular y mayor con el pulgar mientras erguía el índice y el meñique. Sentado en el interior del auto protegido por guardaespaldas, el canciller turco no pudo contener ese impulso cruel y le hizo al grupo de uruguayos de la colectividad armenia la señal de los Lobos Grises.

Hacer esa señal es identificarse con el ultranacionalismo racista turco que surgió al comenzar la década del sesenta, como brazo militarizado del partido de extrema derecha Acción Nacionalista.

“Movimiento Idealista” era el nombre oficial de esa fuerza de choque que atacaba manifestaciones de las minorías étnicas y asesinaba a sus dirigentes, además de matar a miembros del Partido Comunista Turco, el Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) y otras fuerzas de izquierda. Esos “idealistas” eran violentos criminales que reivindicaban la ideología racista que había impulsado el genocidio armenio: el panturanismo.

Se hicieron llamar los Lobos Grises, porque el lobo es un símbolo étnico y racial. En la mitología de esa nación centroasiática sobresale la leyenda de Asena, la loba considerada madre de los turcos. Y el mundo se enteró de la existencia de ese movimiento de acción violenta en 1981, cuando un allegado a los Lobos Grises disparó a quemarropa sobre Karol Wojtila.

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El Papa Juan Pablo II sobrevivió al atentado y más tarde visitó en la cárcel y perdonó a Mehmet Alí Agca, su victimario. Pero no perdonó al fanatismo racista y ultranacionalista que empujó el dedo sobre el gatillo de la Browning 9 milímetros, cuando el pontífice besaba la frente de una niña al pasar frente a la columnata de Bernini.

Mehmet Alí Agca

La cámara de un teléfono celular captó esa burla cruel a los armenios que hizo el canciller turco, agraviando también a Uruguay, el país que visitaba de manera oficial justo en los días aledaños al 24 de abril, la fecha en la que los armenios del mundo evocan la tragedia que diezmó a sus ancestros en Anatolia y en el desierto de Siria al que habían sido empujados para que murieran en el trayecto de hambre, de sed y masacrados por bandas de sicarios kurdos.

El 24 de abril de 1915, el gobierno del Comité Unión y Progreso, más conocido como régimen de los Jóvenes Turcos, perpetró la desaparición de 250 intelectuales, artistas, científicos y representantes de la comunidad armenia, iniciando el genocidio.

Es difícil creer que no fue intencional que Turquía haya inaugurado su embajada en Uruguay y enviado su canciller justo cuando los armenios del mundo conmemoran el genocidio y denuncian el crimen de negarlo que todavía sigue cometiendo el Estado turco.

Uruguay no es un país más en el escenario de la lucha armenia contra el negacionismo, porque fue el primero en el mundo que reconoció el genocidio. Lo hizo en 1965 y pasaron décadas hasta que empezó a aumentar, por goteo, el número de países que asumían esa responsabilidad histórica, a pesar de las presiones de los gobiernos turcos.

Turquía siempre usó la influencia que le da su estratégica ubicación geográfica, para imponer el negacionismo. Cuando en el 2007, el Congreso de Estados Unidos aprobó la resolución 106, reconociendo el genocidio armenio, el entonces presidente, George W. Bush, salió al cruce con sinceridad brutal, diciendo que Turquía era un aliado de altísimo valor estratégico para la OTAN, al que no había que provocar con decisiones como la que impulsaba el Congreso.

Recién en el 2021, cuando Joe Biden se aposentó en el Despacho Oval, Washington reconoció como genocidio los sucesos iniciados en 1915. Pero a esta altura de la historia, todavía son muchos los países que, por razones de la propia historia, de la política interna o por no confrontar con Turquía, siguen sin reconocer el exterminio sistemático de más de un millón y medio de personas detrás de la cortina de la Primera Guerra Mundial.

Erdogan y Aliyev

Ese gran margen de impunidad le permitió a Erdogán empujar al déspota azerí Ilhan Aliyev a lanzar el ejército de Azerbaiyán contra los armenios de Nagorno Karabaj, mientras el mundo lidiaba con la pandemia y tanto Bruselas como Washington miraban para otro lado.

Aliyev y Erdogán no se habrían atrevido a lanzar la ofensiva contra el estado fáctico que los armenios llaman República de Artzaj, si no hubieran tenido la venia de Vladimir Putin. Por el Tratado de Seguridad Colectiva que suscribieron Rusia, Bielorrusia, Kazajstán, Tadyikistán, Kirguisia y Armenia, los tres países musulmanes centroasiáticos, además de rusos y bielorrusos, debieron repeler la ofensiva a uno de sus miembros o, al menos, esforzarse al máximo para detener el ataque lo antes posibles. Pero Putin recién detuvo las acciones cuando a los armenios de Karabaj sólo les quedaba poco más del veinte por ciento del enclave que habitan desde tiempos remotos.

Erdogán es el presidente de Turquía que más ha jugado (y lo seguirá haciendo) en el escenario internacional. Se atrevió a poner el ejército turco a combatir a los kurdos de Siria, dentro de ese país árabe. También ha realizado ataques contra los kurdos de Irak. Y además ha sido capaz de trenzarse duramente con líder europeos de gran peso, como Angela Merkel. Por eso no debe extrañar ver la presión del líder turco en un país sudamericano. Mucho menos si es Uruguay, el país que tiene el mérito político y moral de haber sido el primero del mundo en denunciar el crimen contra la humanidad que implicó en el exterminio y deportación en masa de armenios, en la segunda década del siglo 20.

Por cierto, no sólo usa el garrote. También usa la zanahoria, como ofrecer un TLC a un gobierno que prioriza los tratados de libre comercio con la mayor cantidad posible de países. Pero si ve que el gobierno sudamericano en cuestión respeta y apoya la causa armenia, entonces le impone una visita oficial de alto rango justo en los días en que se conmemora el genocidio.

Eso hizo Erdogán con Uruguay. Probablemente, el canciller Francisco Bustillo debió posponer la visita de su par turco para un momento más adecuado. Pero también es probable que esa presión agresiva de Ankara no hubiera quedado tan expuesta si Mevlut Cavusoglu no hubiera cedido al impulso oscuro que le generó la protesta armenia frente a la embajada.

En lugar de contenerse, Cavusoglu miró sonriendo a los manifestantes y les levantó la mano uniendo los dedos anular y mayor con el pulgar, dejando erguidos el meñique y el índice. La brutal señal de los Lobos Grises que hace el ultranacionalismo turco para mostrar su desprecio criminal a las izquierdas y las minorías étnicas de Turquía.

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Mevlut Cavusoglu | Foto:CEDOC

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