Hoy como ayer, las mujeres lavan platos; ¿qué significa saber hacerlo?

Sociedad
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Aunque hoy un conductor que arrastra un catálogo de infracciones de tránsito nos mande a lavar los platos, hacerlo no tiene nada de deshonroso. Muy por el contrario. Las mujeres tenemos

dones tan únicos y versátiles que, mientras en la década del 70 seguía remontando vuelo el movimiento feminista, un grupo de antropólogos revalorizaba la hipótesis del rol social de la mujer para contrarrestar el excesivo papel del varón cazador.

Más que un juego intelectual, al hacerlo estaban instalando una piedra angular en la historia de la cultura: una de las teorías que sostienen que, a la par de la creación del lenguaje articulado humano, el rol social de la mujer podía –debía–considerarse como una de las cuatro o cinco teorías fundantes del origen de la cultura.

Es decir, el hito que definitivamente marcó el fin de la animalidad y el comienzo de la humanidad, ese “eslabón perdido” que Charles Darwin no terminó de comprender. Así, el rol recolector de la mujer fue estudiado como una estrategia adaptativa esencial de supervivencia. Mientras, desde tiempos primitivos, los hombres salían a cazar en su ya clásico rol estereotipado de proveedores de bienes y servicios, sus mujeres permanecían en el hogar.

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La mujer es la que siempre supon mantener encendido el fuego del hogar.

Más aún, mantenían literal y simbólicamente encendida la llama del hogar que siempre daba confort y calor a la familia. Es decir, la mujer siempre fue aglutinante. Era y aún hoy es el núcleo familiar. Si para serlo, había que lavar platos, bienvenidos sean. Eso, no tenía verdadera importancia.

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Mujeres, hoy como ayer

Hasta las postrimerías del siglo XVIII, el 90% de las mujeres europeas vivían en el campo, dependiendo de lo que la tierra les daba. De una de esas mujeres provino el cincuenta por ciento de mi árbol familiar, como el de tantos otros jardines argentinos.

Durante cientos de años, en miles de poblaciones europeas, las constantes de la vida rural de las mujeres superaban las diferencias de tiempos y espacios con notables similitudes.

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Mujeres, centro del hogar, multitareas y siempre dispuestas para todos.

Las ilustraciones de un Libro de Horas del siglo XV mostraban a una campesina con la cabeza cubierta por un sombrero de paja de ala ancha. Se había levantado hasta la cintura los bordes de su delantal, para que sus piernas pudieran moverse con mayor libertad entre los cultivos. Otra mujer batía manteca mientras una más recogía fruta y la metía en su sombrero; cerca, una acechaba al pajarito que sería el almuerzo.

En una pintura belga del siglo XIX, Henry van de Velde retrató a una partisana que barría las espigas de trigo tomando el rastrillo de madera del mismo modo en que lo había hecho su ancestro del siglo XV, los medía y organizaba con la vista; los dividía en grupos y los pinchaba igual que su antepasado, antes de tirarlos al carro.

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Las mujeres lavan platos

Estas mujeres dejaron pocos registros de sus vidas. Bien entrado el siglo XIX, la inmensa vastedad de esas mujeres no podía leer y apenas podía escribir su propio nombre frente al notario del pueblo. Sin embargo, las anotaciones de párrocos, los registros de muertes y nacimientos, los apuntes de los terratenientes que recibían sus impuestos, los folkloristas, las canciones, las voces familiares que nos llegaron hasta hoy y algunas fotos desvanecidas ayudaron a reconstruir sus historias cotidianas.

La tierra siempre fue un valor, aunque hubiera que pagar por ella, incluso con trabajo.

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Para la mujer de campo no existen la división de tareas con los hombres.

“Para mí, mi trabajo es mirar que la tierra se cultive, criar a los chicos, hacerlos ir al colegio, enseñarles qué está bien y trabajar; tanto trabajo como pueda mientras siga siendo joven para trabajar en los campos, porque eso es todo lo que conozco”, le dijo Teresa, una campesina del pueblo de Torregreca, en el sur de Italia, a Bonnie Anderson y Judith Zinsser, autores de A history of their own (Penguin Books), cuando la entrevistaron en la década del 50.

También podría haberlo dicho la mujer del Libro de las Horas del siglo XV. O mi abuela, o mi bisabuela.

“Nos tiene que importar. Somos las que tenemos que hacer que marche, cualquier cosa que sea”, dijo a su turno Cettina, otra vecina también de Torregreca.

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Lavar platos y sobrevivir

Tanto en el siglo XX como en el siglo XV, las mujeres estaban comprometidas con los aspectos prácticos de la familia, la supervivencia. “Si el padre muere, la familia sufre; si la madre muere, la familia no puede existir”, dice un proverbio siciliano del siglo XIX. Por eso, para asegurar la supervivencia familiar, la vida de las mujeres era un constante trabajo. Igual que hoy.

“Una mujer en la casa siempre está trabajando”, dice un refrán irlandés del siglo XX. Las mujeres que no eran nobles ni burguesas nunca supieron de división del trabajo, no había esferas laborales separadas entre ellas y los hombres.

Su multiplicidad de tareas era tan incesante como la indudable calidad de su esfuerzo, generación tras generación. En el siglo XVIII, por ejemplo, los granos y sus derivados constituían el 95% de la dieta alimentaria familiar y es bien sabido que durante la Segunda Guerra Mundial, la papa fue el alimento que salvó a Europa de las peores hambrunas.

Y en invierno, mientras esperaban las cosechas, las mujeres se encargaban de vestir a sus familias, hilando lanas, tejiendo, cosiendo.

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"Dar la mano" significa delegar la responsabilidad de proteger a una mujer.

Mujeres, hoy y ayer

Aunque con tal determinación, de ayer y de siempre, las mujeres parecieran no necesitar de un hombre, muy por el contrario, era imprescindible tener uno al lado. Visto en perspectiva temporal, “derechos humanos” es un concepto reciente, impensado en el túnel del tiempo. No olvidemos que la educación fue pública y gratuita en Francia, recién en 1881. Gracias a Sarmiento –por mucho que lo critiquen- en ese sentido los argentinos no podemos quejarnos.

Para una mujer europea, la protección de un padre, un hermano, un marido o un hijo era en teoría, algo que las volvía menos vulnerables ante la violencia de otros hombres. Continuando con la tradición que venía desde el arcano, se esperaba que una mujer joven se casara y que el nuevo vínculo fuera una nueva sociedad.

De todos modos, el matrimonio no significaba cortar lazos con la familia de origen ni despedirse del apellido materno o paterno (como sucede hoy en varios países de Europa e incluso en Estados Unidos), al menos hasta bien entrado el siglo XIX.

Juana de Arco.
Incluso Juana de Arco, que se casó con Dios, se presentaba con el apellido de su familia de origen, porque esa responsabilidad continuaba aun estando casada.

“A veces me llaman Juana de Arco y otras Juana Romée”, se sabe que se presentó la famosa batalladora de la fe, cuando fue interrogada por los hombres de la iglesia, haciendo referencia a sus raíces, antes de entregarse a Dios.

Mariage, ménage” ("matrimonio, tareas domésticas") dice un proverbio francés haciendo hincapié en las características de la nueva sociedad conyugal. Y para comprender el significado casi ontológico de esa flamante entidad, las etimologías son claras: “woman” en inglés, proviene de “wif” (esposa) y “mann” (ser humano”); de ahí a “housewife” sólo faltaban unas décadas.

Por lo tanto, casarse no era un tema menor y los rituales simbólicos lo subrayaron siempre. Ya en el siglo IX, entre germanos y lombardos, era de rigor “dar la mano”. El padre “entregaba” al hombre joven la responsabilidad de cuidar de esa mujercita, transfería esa responsabilidad.

Y la madre, buscaba para su hijo la muchacha “que cortara el queso sin desperdiciarlo”, como ilustraba un viejo cuento folklórico alemán.

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Pedir la mano en el matrimonio y regalar un anillo de compromiso de oro... mmm simbología pura.

Porque administrar la economía del hogar, ya sabemos, era y es un don femenino. Y entonces, una vez que la mano se pedía y se daba, comenzaban las negociaciones, los regalos entre las familias, las dotes que primero trajo la novia y luego el novio, el oro que –si se podía- los familiares regalaban como resguardo para los momentos futuros de necesidad; los ramos, el brindis, los anillos, etc.

Y los siglos pasaron, a sabiendas de que algunos lograron ser felices y comieron perdices. No todos, claro, y mucho menos muchas mujeres.

“Personalmente, creo que si una mujer no encontró al hombre correcto cuando cumple 24 años, es afortunada”, se sinceró la actriz escocesa Deborah Kerr, en 1921, la misma que nos estrujó el corazón en De aquí a la eternidad (1953) y Algo para recordar (1957).

En la tercera década del Siglo XXI menos del 7% de los países tienen a una mujer como jefa política de Estado. El mundo tendría que volver a encontrar esa llama del hogar que perdió y comprender qué significa realmente saber lavar los platos.