La nueva historia de Marcelo Birmajer: El principiante

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Lectura

Al despertar, no había logrado resolver el encargo. Me había dormido con la angustia y la esperanza de que un sueño profundo me revelara la horma del guión. Pero amanecí tan

vacuo y desconcertado como todos los días anteriores.

Dos semanas atrás había aceptado escribir una historia para la televisión que tuviera “algo del pato Saturnino”. Cuando acepté, estaba alegre. Agradecí a Dios por un nuevo trabajo. Confiaba en mi memoria, en mi infancia, en mi creatividad. Confiaba incluso en el pato Saturnino. Dos semanas después, quería desaparecer del planeta. No se me ocurría nada.

¿Por qué ya no se hacían programas de animales parlantes, o al menos de animales protagónicos? Yo no tenía la respuesta, pero mucho menos la alternativa. Se suponía que mi pluma resolvería aquella ausencia. No sólo no la había resuelto, se había producido un desajuste en lugar de un prodigio: fracasando en hacer hablar a algún animal, me había quedado sin palabras.

Absolutamente desorientado, perdidas las ganas y el sentido en general, un amigo me propuso pasar unos días en su casa en un country, mientras él viajaba con su nueva novia por el Caribe. Me imaginé como jack Nicholson en El resplandor, pero sin nadie a quien matar, de modo que quizás fuera el modo de cambiar de aire.

Nunca había aplicado la expresión, pero en ese momento no comprendía tampoco ninguna otra cosa. Me dejé llevar por un remis a aquella casa confortable -en medio de un barrio privado encantador-, vacía, e inteligente. Mucho más inteligente que yo. Quizás la casa pudiera escribir el nuevo pato Saturnino.

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Un vecino septuagenario, de un aspecto mucho mejor que el mío, me reconoció y me invitó a jugar al golf. Le agradecí, pero rechacé su oferta.

- Pero vení a jugar -insistió, aparentemente mi amigo lo había impuesto de mi penosa situación-. Te vas a relajar, vas a descansar, es como para algunos meditar.

- No necesito relajarme -repliqué-. Ni meditar, ni ser feliz. Sólo preciso que se me ocurra una idea.

- Por eso, por eso -argumentó amablemente mi vecino, cuya voz, por una casualidad pasmosa, tenía algunos tonos en común con la del inolvidable pato Saturnino-.

- No, no voy a jugar al golf -me planté-.

Siguió un intercambio similar al de un sketch entre Pepe Biondi y su yerno en la vida real, en el que uno propone y el otro niega, interminablemente.

- Después vamos a cenar con los muchachos -desoyó el vecino-. Y dan la película El resplandor en el House.

- ¿El resplandor? ¿La de Nicholson? -reaccioné azorado, sin siquiera clarificar qué era el “House”.

- Acepto -me rendí-.

El campo de golf era una planicie interminable. No nos acompañaba un caddie ni ningún otro ser humano. El vecino me instó a tomar un palo y practicar un golpe. Aparentemente, debía insertar la pelota en un hoyo. Se suponía que eso era un deporte. Yo temía que en cualquier momento una pelota ajena surcara el aire y se me incrustara en la sien.

No veía otro jugador en cien kilómetros a la redonda, pero los incidentes ocurrían antes de la aparición del hombre sobre la Tierra. Finalmente, luego de innumerables explicaciones, tomé el palo e intenté mi golpe. Puse todo mi empeño, mi escasa fuerza, mi inanidad. La pelota se alzó en el aire y se perdió en algún punto ignoto del prolijamente cortado, anche infinito, pastizal.

Giré hacia mi maestro, al que ahora ya podía considerar mi señor Miyagui, con una alegría propia de alguna hazaña mayor. Con gran desconsuelo, en rigor aterrorizado, lo encontré desplomado en el suelo. Un hilo de sangre manaba de su sien derecha. ¿Un pelotazo? No, al balancear el palo hacia atrás, por motivos que ignoro, le había descargado un palazo mortal. Daniel san había matado al señor Miyagui.

Decidí dirigirme al House y entregarme, o confesar, o explicar. Ninguno de los verbos me satisfacía. También me pregunté si debía llevar conmigo el palo culpable.

Argumentaría que me había negado infinidad de veces a jugar al golf; no había testigos, era cierto: pero quizás existiera alguna cámara de seguridad, o un dron.

¿Acaso estoy obligado a saber jugar al golf?, me enfrentaba a un supuesto acusador, quizás el propio Todopoderoso. ¿Acaso estoy obligado a saber jugar al golf? Probablemente se suspendiera la función de El resplandor, y me odiaran también por eso.

Tras las explicaciones del caso, y aunque mi situación judicial era enrevesada, participé de las exequias del vecino, en el House, a cajón abierto. Me acerqué a la que creí que era la hija, con su marido- el yerno del occiso-, a la que no percibí particularmente consternada.

Mi amigo, que había regresado de urgencia del Caribe, con su nueva novia, me aclaró que la mujer no era la hija sino la viuda; y su acompañante, un nuevo novio. No presentarían cargos, agregó. Yo desconocía el sentido de la expresión, pero en esa ocasión supuestamente me era favorable.

Repentinamente concebí la idea de una gallina, rodeada de pollitos, cada cual con su respectivo conflicto contemporáneo, y la propia gallina buscando una forma de emancipación paródica. Ese podría ser el efecto renovador del pato Saturnino en la televisión actual.

Llamé prontamente al productor, en el interregno entre el House y el campo de golf, y le narré el argumento. Le encantó y me dio vía libre. Por supuesto, nunca se llevó a la pantalla. Pero pasé los siguientes quince días escribiendo convencido. Al día 16, poco antes de abandonar el country, finalmente proyectaron El resplandor.

WD

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