El último leprosario de Argentina: cuatro barrios, una escuela y cuerpos castigados por la discriminación

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“El hijo del chamamé”, clásico de Mario Bofill y del Litoral entero, no existe solo como protagonista de la canción homónima: reside en General Rodríguez y es un secreto de acordeón. Fernando

Lalanda baila. Baila y zapatea. Lleva a su Corrientes porá en los pies y la representa en los escenarios. Nació en el Hospital Nacional "Dr. Baldomero Sommer", donde tiene su casa y su familia, al igual que otras 208 personas que padecieron o padecen la enfermedad de Hansen. Lepra. Los abuelos y papás de Fernando también la contrajeron. No así sus hijas, nacidas en el Sommer; ni su esposa, otra chamamecera de pura cepa.

Cuatro barrios rodean al imponente centro de salud. Hay una iglesia, un centro de jubilados, un club, un teatro y una escuela, adonde van chicos de distintos puntos aledaños. A su vez, funciona en el predio la sede de la Asociación de Internados, que dio una fuerte lucha contra la privatización en los noventa, asegurando la supervivencia del último leprosario de Argentina.

Los representantes de la Asociación de Internados se eligen mediante elecciones, cada dos años. Reciben al equipo de Clarín y muestran el libro de visitas. Foto: Luciano Thieberger.
Los representantes de la Asociación de Internados se eligen mediante elecciones, cada dos años. Reciben al equipo de Clarín y muestran el libro de visitas. Foto: Luciano Thieberger.

Historia e historias, a lo largo de 275 hectáreas: 50, urbanizadas. Realidad no siempre mata ficción. El Hansen representa, como diría un especialista, a “la menos contagiosa de las enfermedades infectocontagiosas”. La lepra tiene cura desde hace décadas y ya no conlleva aislamiento obligatorio. Sin embargo, el estigma bíblico, concebido por obra y (des)gracia del hombre, sigue en pie. Las secuelas físicas y neurológicas que sufren los pacientes, tan fuertes como la discriminación y los prejuicios, llevan a que muchos —amparados por la ley 22.964— armen su vida alrededor del hospital que los trata.

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Orígenes y presente de la lepra en el país

“La llegada de la lepra a Argentina está ligada a los colonizadores españoles, el incremento del comercio fluvial y el tráfico de esclavos”, cuenta Gustavo Marrone, dermatólogo especialista en lepra y director de Sommer. El doctor subraya que la historia de la institución, donde se desempeña desde hace 33 años, refleja la evolución de las concepciones de la lepra en el país y en el mundo.

El terreno de "Sommer" ocupa casi 300 hectáreas: aloja un hospital de mediana a alta complejidad, cuatro barrios y cuatro pabellones para enfermos de Hansen. Foto: Luciano Thieberger.
El terreno de "Sommer" ocupa casi 300 hectáreas: aloja un hospital de mediana a alta complejidad, cuatro barrios y cuatro pabellones para enfermos de Hansen. Foto: Luciano Thieberger.

El Sommer fue fundado en 1941, como parte de la estrategia de contención de la enfermedad. Se sumaba a otros cuatro sitios especializados: el sanatorio colonia Dr. Pedro Baliña (en Misiones); el sanatorio Maximiliano Aberastury, en la Isla del Cerrito (Chaco); el hospital San Francisco del Chañar (Córdoba); y el hospital Dr. Enrique Fidanza de Colonia Ensayo (Entre Ríos).

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A principios del siglo XX, el aislamiento era obligatorio y los padres eran separados de sus hijos. Hacia 1960, se produjo un cambio de paradigma, con el desarrollo de las sulfonas y, posteriormente, con la creación del tratamiento de triple droga.

“El temor actual a la lepra es completamente injustificado. Con la primera dosis de rifampicina, mueren el 98% de los bacilos. El tratamiento es gratuito y obligatorio. Se realiza al cabo de 12 a 24 meses, en las formas multibacilares; en las formas no contagiosas, dura seis meses. Posteriormente el enfermo recibe el alta y es infectológicamente negativo. Las lesiones pueden progresar porque los nervios quedan dañados, pero no contagia”, aclara Marrone.

El dermatólogo Gustavo Marrone es especialista en lepra y trabaja hace 33 años en el Hospital Nacional "Baldomero Sommer". Actualmente ejerce la dirección. Desde su despacho habló con Clarín. Foto: Luciano Thieberger.
El dermatólogo Gustavo Marrone es especialista en lepra y trabaja hace 33 años en el Hospital Nacional "Baldomero Sommer". Actualmente ejerce la dirección. Desde su despacho habló con Clarín. Foto: Luciano Thieberger.

Aún más importante: el doctor resalta que, para contraer Hansen, una persona tiene que convivir con el enfermo de cinco a diez años, cinco días a la semana, bajo el mismo techo, por un mínimo de cuatro horas. El receptor, por su parte, debe tener un problema en la inmunidad: el 95% de las personas que tienen contacto con el bacilo no desarrollan la enfermedad.

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A pesar de esto, la enfermedad no está erradicada. El área endémica está compuesta por Rosario, el norte de Corrientes, parte de Entre Ríos, Chaco, Formosa, Santa Fe y Salta. En 2021, debido a la pandemia, hubo 143 casos detectados. Se espera que las estadísticas finales de 2022 arrojen un crecimiento. Las campañas de prevención y educación son fundamentales.

Hoy en día, el Sommer sigue siendo referente nacional en lepra. Además, se transformó en un hospital polivalente, de mediana a alta complejidad, que atiende a personas de distintos municipios. Brinda servicios de tomografía, fisiatría, rehabilitación, cardiología, diabetes, clínica médica, odontología, oftalmología, dermatología, neumología, terapia intensiva, cirugía, reumatología, hepatología, oncología y cuidados paliativos.

La lepra es curable y debe ser integrada a la medicina general como una enfermedad más. Muchos pacientes quedan asilados en el hospital, por las secuelas o porque no tienen dónde ir, protegidos por la ley. Si aparecen por los lugares que solían frecuentar, es probable que sean estigmatizados o violentados. El rechazo sigue existiendo y hay que combatirlo”, resume Marrone.

Vivir y bailar en el Sommer

En el terreno del hospital hay cuatro barrios: Madre de la cruz, el más populoso; San Martín; Sommer; y Padre Arnau. Contando los que se alojan en los cuatro pabellones —que no pueden autovalerse por complicaciones de la lepra, como ceguera o amputaciones—, suman 209 pacientes que viven solos, con familia (en muchos casos, libres de Hansen) o en residencias compartidas. Los espacios son amplios y no faltan negocios, algunos montados por los propios habitantes. “Yo siempre digo que es como un barrio privado”, bromea el dueño de una casa de comidas. Tiene unos 45 años y ninguna huella del Hansen.

Los pacientes recuperados de Hansen se capacitan y trabajan codo a codo con el personal de planta permanente del hospital que los trató. Foto: Luciano Thieberger.
Los pacientes recuperados de Hansen se capacitan y trabajan codo a codo con el personal de planta permanente del hospital que los trató. Foto: Luciano Thieberger.

Existen pacientes recuperados que trabajan en distintas áreas del hospital. Por ejemplo, la de talabartería, donde se hacen plantillas y prótesis. Otros colaboran en tareas dentro del barrio, a cambio de un peculio, una pequeña contraprestación de aproximadamente $3.800. Como un ayudante de salita, que elige preservar su nombre, y conoció tiempos de antaño, en los que “las monjas evitaban que los varones y las mujeres se junten”.

Los que pueden, ejercen distintos oficios, dentro y fuera del Sommer. Claro que no todos pueden sostener actividades laborales, debido a la edad o al desgaste propio de la enfermedad. Hay casas renovadas, otras que mantienen la fachada de los inicios del hospital; animales; vehículos; jardines cuidados y otros abandonados. En ese sentido, son barrios como cualquier otro, con techo, servicios y comida a cargo del hospital. La siesta constituye una ley no escrita.

Fernando y Luis son miembros de la Asociación de Internados del Baldomero Sommer, una asociación civil con historia, que luchó contra la privatización menemista. Foto: Luciano Thieberger.
Fernando y Luis son miembros de la Asociación de Internados del Baldomero Sommer, una asociación civil con historia, que luchó contra la privatización menemista. Foto: Luciano Thieberger.

En el hogar de Fernando Lalanda siempre suena música. Su abuelo, sus progenitores y su hermana tuvieron lepra. El papá, correntino, había pasado por la Isla del Cerrito antes de llegar al Sommer y “decía que vivía debajo de un puente, por vergüenza”. Murió a los 90 años. La mamá vive y es vecina. Ni Emilce Meza, la esposa de Fernando, ni sus hijas —que van a la escuela del lugar y son oriundas de allí— contrajeron la enfermedad.

Chamame en casa ❤️🇦🇷💃

Él es joven, tiene 30 años. Nació en el Sommer, aunque por sus venas corre sangre correntina. Desde chico, volvió a su provincia y se ocupó de tareas de campo. Le gustaba, confiesa, “la trasnochada y el trago”, pero notaba que al día siguiente se levantaba con fiebre. Cerca de los 15, empezó a notar manchas en la piel. “Dejé de usar pantalón corto para que no se burlen. Poco a poco, me di cuenta de que tenía cada vez menos agarre”, rememora.

A los 20 regresó a Buenos Aires, al mismo lugar donde fue dado a luz. Es el menor de los enfermos internados. Todavía trabaja el cuero, es artesano y talabartero, aunque el chamamé lo identifica. Su talento lo llevó al Colón, a la televisión (hace poco estuvo en Canal 9), a las redes sociales y a la Fiesta Nacional de su provincia. Aunque suele cansarse y el calor lo abate, el baile y el acordeón lo encienden. Viste ropas tradicionales: calzones de campo, camisa, sombrero, pañuelo, cinto, botas. Sus pies, que le han traído más de un problema, se entregan al ritmo de forma natural, olvidándose del Hansen, e invitan a quienes tienen el gusto de mirarlos. Después de las presentaciones, la adrenalina baja y Fernando recupera el aire. ¿Quién le quita lo bailado?

La primera revolución del Che y los “oficios isleños” de Walsh

Carlos Correa nació antes de la fundación del Sommer, donde actualmente vive, junto a su esposa, hija y yerno. Su derrotero sintetiza el de los hansenianos históricos, que sufrieron los maltratos y la punición más cruda, reflejo de los vaivenes de la medicina y el pavor social.

El hombre tiene las manos atrofiadas en forma de garra. Esquiva la cámara, para evitar que lo vean familiares o conocidos de su hija. Pero narra. Y sus palabras valen más que mil imágenes. Pasó por todos los leprosarios del país. En épocas de encierro forzoso, estuvo “preso” —según él mismo define— en la Isla del Cerrito, donde dormía en tablas que “ni podían llamarse camas”. Allí “sentía desde lejos el olor de la comida podrida” que consumía a diario y peleaba con el personal de salud, que eventualmente lo subió a una canoa y lo “soltó” en la localidad vecina Paso de la Patria.

Sobre aquel sitio, tiempo después, Rodolfo Walsh publicó su necesaria crónica “La isla resucitados”. Corría 1966 y la medicación, así como las nociones acerca de la enfermedad, habían pegado un salto. Mas los miedos persistían, incluso sutilmente, por parte de alguien tan desprejuiciado como el periodista, que se lavaba constantemente las manos con agua, jabón y “simbólicamente por dentro” con ginebra.

Rodolfo Walsh fue un autor de crónicas imprescindibles. En 1966, visitó el leprosario chaqueño y escribió el artículo "La isla de los resucitados", para la Revista Panorama. Allí, reflexionaba sobre los prejuicios que oscurecían los avances de la ciencia.
Rodolfo Walsh fue un autor de crónicas imprescindibles. En 1966, visitó el leprosario chaqueño y escribió el artículo "La isla de los resucitados", para la Revista Panorama. Allí, reflexionaba sobre los prejuicios que oscurecían los avances de la ciencia.

El periodista decretaba: “La precocidad del diagnóstico y la internación parecen esenciales para un tratamiento eficaz. Contra esto conspiran en la Argentina la ignorancia y la miseria de las zonas rurales donde cunde la lepra; una legislación reaccionaria que explícitamente divide a los enfermos en ricos y pobres, y pretende arrancar a estos de sus casas policialmente, sin ocuparse de sus familias”. A través de su violento oficio, denunciaba el silencio a la que era condenada la Isla del Cerrito; el desprecio y la ignorancia que consumían “el corazón de los sanos”.

Fuera de su casa, termo en mano y rodeado por parte de su familia, Carlos prosigue su relato. Recuerda, esta vez, su paso por el hospital San Francisco del Chañar, de Córdoba, hoy convertido en el hospital José Julián Puente. Por una cuestión de edad, no llegó a cruzarse con uno de los argentinos más famosos que pisaron el lugar, a comienzos de la década del cincuenta: el “Che” Guevara.

Ernesto Guevara (1928-1967), durante su juventud. Antes de consolidarse como el "Che", recorrió América latina en moto, junto con su amigo. En los leprosarios de distintos países. Fue un punto de quiebre para su conciencia.
Ernesto Guevara (1928-1967), durante su juventud. Antes de consolidarse como el "Che", recorrió América latina en moto, junto con su amigo. En los leprosarios de distintos países. Fue un punto de quiebre para su conciencia.

Estudiante avanzado de Medicina, Ernesto desarrolló un acentuado interés por la lepra, a la que entendió como una metáfora de las necesidades sudamericanas en carne viva. Fue años antes del “Che” guerrillero, cuando todavía jugaba al rugby y su apodo era el “Fuser”. ¿Se vislumbraba el revolucionario en ese joven que viajaba, investigaba y jugaba al fútbol con los castigados de un sistema de salud que también anhelaba transformar?

Alberto Granado, su compañero en la primera travesía latinoamericana, lo introdujo al tema: bioquímico, trabajaba en el dispensario cordobés. Se sembraba, de a poco, la rebeldía en el futuro líder de la gesta cubana. En Perú, los amigos visitaron el leprosario de Huambo, donde los espantó el estado general desastroso, cómo los “condenados que (...) ven pasar su vida, viendo llegar la muerte”. Su reflexión fue que solo “el espíritu sufrido y fatalista” de los pobladores originarios de la montaña podían soportar tales tratos.

La experiencia más transformadora para el Che ocurrió en otro país, a 1.100 kilómetros de la capital peruana, en el leprosario de San Pablo de Loreto. Ante el calor amazónico, rodeados de zancudos, Guevara y Granado estudiaron, atendieron pacientes; entendieron cómo la marginación, el oscurantismo y la miseria se combinaban en las almas y cuerpos de aquellos enfermos, transformados en camaradas. Durante su despedida, un acordeonista con palitos de madera por dedos y un cantor ciego improvisaron una serenata. Pelotas, charlas y cañas de pescar actuaron como armas de una causa común.

Testimonios de médico y paciente, aunque desfasados, coinciden en lo esencial: la fuerza de espíritu de los enfermos de Hansen, la importancia de los profesionales comprometidos, el flagelo de la segregación, la necesidad de una reparación histórica en tiempo presente.

Un presidente de la Nación comparece ante los vecinos del Sommer

Empezaban los noventa. La década del “ramal que para, ramal que cierra”, de los servicios rematados como mercancías en un mercado donde la lepra no cotiza. En el furor del recorte presupuestario, muchos establecimientos dependientes del Estado central fueron transferidos a las provincias. Los fondos escaseaban. Para 1993, cuatro de los cinco leprosarios —aquellos de Misiones, Chaco, Córdoba y Entre Ríos— habían cerrado. Menem lo hizo.

El expresidente Carlos Menem durante su mandato. Foto: Clarín.
El expresidente Carlos Menem durante su mandato. Foto: Clarín.

La condena del Sommer también había sido establecida y publicada en Boletín Oficial. Entonces sus internos se movilizaron al centro de la Ciudad de Buenos Aires. “¿Te imaginás cómo iba a quedar el presidente si salía en todos los medios una marcha de leprosos?”, reflexiona un vecino histórico. El primer mandatario sí lo imaginó y tuvo que ir a General Rodríguez a rendir cuentas. El “Baldomero Sommer” sigue siendo, hasta hoy, un hospital nacional. Sus pacientes lo hicieron.

La Asociación de internados —actualmente una asociación civil con personería jurídica— nació con el hospital. Al principio, la dirección de la institución designaba sus miembros. Desde 1958, los pacientes eligen a sus representantes. Cada dos años tienen elecciones y llegó a haber varias listas: los candidatos hacen campañas, reparten volantes, se conforma una junta electoral. Aquí, la salud es política.

Dios es argentino y leproso

“Dios es leproso”. La foto de la hinchada de Newell’s Old Boys con un cartel que muestra la cara de Messi acompañada de esa frase circula entre los vecinos del Sommer. La reenvían por WhatsApp, se la muestran a los médicos, al equipo de Clarín. En el fútbol, donde abundan los calificativos discriminatorios, la lepra es parte de la identidad del líder del deporte nacional por excelencia, del capitán de la Selección, del campeón del mundo: la lepra es orgullo. El rumor reciente de que Lío pueda pisar nuevamente el Coloso Marcelo Bielsa —donde hace tanto tiempo demostró su magia— se toma como una bendición.

Rosario, 4 de Marzo 2023. Una bandera de los "leprosos" en apoyo a Messi, durante un partido frente a Rosario Central. Foto: Juan José García.
Rosario, 4 de Marzo 2023. Una bandera de los "leprosos" en apoyo a Messi, durante un partido frente a Rosario Central. Foto: Juan José García.

La leyenda dice así: los hinchas y futbolistas de Newell’s son conocidos como “leprosos” desde principios del siglo pasado, cuando decidieron participar de un encuentro a beneficio de los enfermos de Hansen del Hospital Carrasco. Su rival, Rosario Central, se habría negado a concurrir. De allí, el apodo a sus seguidores: los “canallas”. Los apodos —cuyo origen no fue confirmado por los clubes— forman parte del folclore del fútbol argentino.

El carácter divino de la lepra en la cancha contrapesa su representación en la Biblia. Especialmente en el Antiguo Testamento, donde la enfermedad equivale al pecado y al castigo (solo salvable por Yahvé o los profetas, como intermediarios). “Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada”, puede leerse en el Levítico (13: 45-46). Y también: “Será quemado el vestido (…) en que hubiere tal plaga, porque la lepra maligna es” (Levítico 13: 47-59).

La lepra carga con el estigma de ser una enfermedad bíblica. Sin embargo, la relación con la Iglesia no es lineal y, en el Sommer, funciona una capilla a la que acuden decenas de pacientes. Foto: Luciano Thieberger.
La lepra carga con el estigma de ser una enfermedad bíblica. Sin embargo, la relación con la Iglesia no es lineal y, en el Sommer, funciona una capilla a la que acuden decenas de pacientes. Foto: Luciano Thieberger.

“En el Nuevo Testamento hay un cambio. Jesús es amor, es salud”, cuenta el padre Héctor Costa, quien está a cargo de la iglesia emplazada en el terreno del Baldomero. La Virgen de la Medalla Milagrosa es la patrona de la capilla donde da catequesis y misas, a la que asisten regularmente veinte personas. El número descendió con la pandemia, ya que se apuntó a un resguardo total de los internados.

La presencia del cura continúa una larga línea de párrocos que ofician en el Sommer. Costa acota que uno de ellos, el monseñor Tomás Aspe, tuvo lepra y estuvo internado. Su nombre se recuerda en una placa obsequiada por los vecinos.

Un hospital contra el silencio

En General Rodríguez sopla viento del nordeste. Muchos puebleros de allá ité pueblan las casas del Sommer. Vienen del Nordeste argentino, área endémica del Hansen. Tonos correntinos, entrerrianos, chaqueños, misioneros. Acento de caña y sapucay. El hospital tiene por música no oficial el chamamé. Suena en Navidades, en fiestas vecinales, cuando Fernando y Emilce quieren transmitir a sus hijas un poco de su infancia.

“Cuando vine la primera vez, no veía la hora de irme y me fui a mis pagos. Al año volví. Acá encontramos un lugar en el mundo nosotros... porque estamos entre pares. Algunos mejor, otros peor”, cuenta un vecino. Huella de tierra colorada y añoranza, teñida por el miedo al miedo de su gente, que tanto daño le causó.

Luis tiene un deseo: volver a su Chaco natal. Se lo impide el miedo al rechazo que conoció cuando le contó a su familia acerca de su enfermedad. Foto: Luciano Thieberger.
Luis tiene un deseo: volver a su Chaco natal. Se lo impide el miedo al rechazo que conoció cuando le contó a su familia acerca de su enfermedad. Foto: Luciano Thieberger.

Al su lado se sienta Luis, un interno que tardó cuatro años en hablar de su diagnóstico. Prefirió el silencio, incluso cuando lo inundó la soledad del Pabellón 3, dedicado a pacientes críticos aislados. Tras varios años, se comunicó con sus familiares. Muy tímidamente, ellos van aceptando las verdades de la enfermedad, develadas por la ciencia, pero negadas por viejos convencionalismos.

“Mi papá cumplió 75 ya. Su esposa entró en razón, mis hermanos van asumiendo mi condición. Se extraña. ¿Qué va a pasar cuando vaya a Chaco? No sé”. Luis sonríe cuando piensa en su hermana y sus sobrinos, que se mudaron a José C. Paz y suelen recibirlo; decae si recuerda los amigos que “de lejos escriben, sin querer ver”. Las marcas del Hansen se intuyen en su cuerpo; y, sobre todo, se escuchan.

En el Sommer, como en cualquier barrio, ninguna casa es igual. Foto: Luciano Thieberger.
En el Sommer, como en cualquier barrio, ninguna casa es igual. Foto: Luciano Thieberger.

Pero esta no es una canción triste. Aunque el número “Conjunto pena y olvido” aparezca en cada reunión chamamecera —“quebrando arriba su voz como un lamento del corazón”—, nunca falta, como en la canción, “el paisanaje con un perfume de enamorar”. Por las tardes casi pueblerinas, muchos sacan las sillas a la calle, toman tereré, hablan con otros residentes, discuten o se ríen.

No estarían ahí si no fuera por la lepra. Sin embargo, la lepra no manda en ese rincón del oeste, donde todos se cuidan, se la rebuscan, hacen amigos, tienen hijos, viven, van y vienen, vienen y van. Los barrios, como el hospital, tienen más de ochenta años de historia (y geografía). Llovió muchas veces, pero hoy, otra vez, sale el sol.

GS

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