Donald Trump: sexo, dinero y poder

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Los demócratas contaban con una carta ganadora en 1988. El senador por Colorado Gary Hart tenía un carisma kennedyano, era un orador magistral y lucía como un actor

de Hollywood. Eso le permitió seducir a Dona Rice, una modelo despampanante. Y fue esa relación extramatrimonial y haber mentido a la prensa sobre su existencia lo que, al hacerse público, destruyó sus aspiraciones.

El Partido Demócrata terminó postulando a Michael Dukakis y el desangelado gobernador de Massachusetts fue derrotado por George Herbert Walker Bush.

Por entonces, la tradición originada en los pioneros cuáqueros y puritanos que desembarcaron del Mayflower, ponía la lupa del electorado en la vida privada de los candidatos. Se entendía que, si un político era capaz de engañar a su cónyuge, también sería capaz de engañar a sus votantes y al resto del pueblo.

Pero esa tradición comenzó a debilitarse desde los albores del siglo 21 y se convirtió en una doble vara del conservadurismo duro que adhirió a Donald Trump. Millones de los que pedían la cabeza de Clinton por su relación con Mónica Lewinsky, al millonario neoyorquino le perdonan las denuncias que acumula por acoso sexual, sus fanfarronadas misóginas y sus infidelidades con actrices de pornografía.

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No es el único caso ni la política es el único ámbito. Muchos de los argentinos que están horrorizados por la relación de Jey Mammon con un menor, no dicen nada sobre la relación que tuvo Maradona con la menor que le habían entregado en Cuba.

La infidelidad a su esposa Melania en un “touch and go” con la voluptuosa Stormy Daniels no es lo que le impedirá a Trump volver a la presidencia. Lo que podría cerrarle la puerta del Despacho Oval es la condena del martes 4 por el delito que cometió tras sobornar a la actriz para que no ventilara la relación a la prensa con un pago de 130 mil dólares, que se habría ocultado maquillando los gastos de campaña electoral.

El delito no está en lo que hizo con Stormy Daniels estando a solas, sino en una derivación de lo que hizo con ella a través de su abogado, Michael Cohen, para ocultar esa aventura extramatrimonial que estuvo a punto de impactar en la campaña electoral del 2016.

Fue por eso que el Gran Jurado del distrito de Manhattan, al evaluar las pruebas que le presentó el fiscal, decidió que hay razones para procesar a Trump, lo que lo convirtió en el primer ex presidente acusado y condenado penalmente. Él se entregó a la Justicia.

Esa decisión genera posibilidades inquietantes. Igual que todos los presidentes y ex presidentes, de izquierda y derecha, que han sido procesados por corrupción u otros delitos en distintos países, Trump se dice víctima de una conspiración (en su caso, de la izquierda) para impedir que vuelva a la presidencia, o sea para proscribirlo. Un discurso en total sintonía con el de Rafael Correa o Cristina Kirchner, así como también con las justificaciones que da Benjamín Netanyahu sobre su embestida contra el poder judicial de Israel.

Lo más grave es que el ex presidente está intentando generar una ola de masivas protestas que harían sobrevolar el cielo norteamericano al fantasma que sobrevuela Israel desde el inicio de la embestida del gobierno derechista contra la corte suprema: la guerra civil.

El caso que lo convierte en procesado es una anécdota si se lo compara con los casos más graves que, en algún momento, devendrá también en procesos penales. Por ejemplo, haber presionado por teléfono al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, para que altere el escrutinio haciendo aparecer de cualquier modo los 11.780 votos que necesitaba para dar vuelta el resultado y quedarse con los quince electores de ese estado.

La conversación telefónica fue grabada y difundida por el funcionario del estado sureño y resulta imposible que no se la considere prueba de un delito grave.

Tampoco se puede argüir una conspiración demócrata, porque el gobierno de Georgia era republicano y Raffensperger un reconocido partidario de Trump.

Más grave aún es el delito de incitar el ataque al Capitolio y no hacer nada para detenerlo incluso cuando la violentísima turba, decidida a impedir la certificación legislativa del escrutinio que daba ganador a Joe Biden, buscaba al vicepresidente Mike Pence y a la titular de la cámara baja, Nancy Pelosi, con actitud de linchamiento.

Trump ya está en el banquillo de los acusados y por una de las causas menos graves de las que danzan a su alrededor. El caso Stormy Daniels sería la “versión Trump” de lo que fue la evasión impositiva que llevó a Al Capone a la cárcel de Alcatraz. Pero el conservadurismo duro y la derecha radical insisten en creer que todo es un invento de la “izquierda marxista” que “lidera Biden” para sacarlo de la política y “entregar Estados Unidos al comunismo”. Un argumento delirante pero defendido por millones de republicanos y de miembros de agrupaciones que postulan el supremacismo blanco, identifican el patriotismo con la libre posesión de armas de guerra o adhieren a pastores evangélicos fundamentalistas.

En Estados Unidos, los peores crímenes fueron cometidos por la extrema derecha. Los davidianos que causaron la masacre de 1993 en Waco eran una secta ultrareligiosa, ergo, ultraconservadora. Timothy McVeigh, un joven fanatizado por las milicias de extrema derecha que acusan al gobierno federal de ser manejado por la ONU y el “sionismo internacional”, puso la bomba que en 1995 destruyó el edificio estatal Murrah, en Oklahoma, matando más de centenar y medio de personas.

También los ataques externos en territorio norteamericano provinieron del conservadurismo extremo. Eso era el imperio japonés que atacó Pearl Harbor y también la red Al Qaeda, autora del atentado que llevó el terrorismo a escala genocida con los aviones que cayeron el 11-S en Washington, Nueva York y Pensilvania.

Las agresiones más criminales no vinieron de la izquierda. El mayor ataque a la democracia americana provino del conservadurismo extremo: el asalto de una turba al Capitolio por el que Trump también tendrá que responder ante la Justicia.

El capítulo de la historia que empezó en el tribunal de Manhattan podría incluir próximas embestidas contra la democracia. También viejos fantasmas de la violencia política estadounidense. Desde los banquillos de acusados en los que deberá sentarse, Trump alentará a grupos violentos, mientras sigue describiendo a Biden como el “agente del comunismo y de George Soros” para destruir la libertad. O sea, poniendo al presidente demócrata en la mira telescópica de potenciales magnicidas.

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Donald Trump | Foto:cedoc