Poner el tiempo en pausa

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Una de las experiencias más extraordinarias del fútbol argentino ocurre cuando el equipo visitante hace un gol. Como, desde hace años y años, a la cancha solo van los hinchas locales,

cuando el equipo visitante hace un gol se escucha el silencio del estadio. El ruido nulo se vuelve ensordecedor. Miles de personas se quedan mudas e, incluso, en estadios con buena acústica hasta se escuchan los gritos de gol de los jugadores visitantes, del banco de suplentes, y de los relatores de radio y televisión. Nada más, o poco más (hace un tiempo, desde mi ubicación en la cancha de Boca, escuché perfecto el reproche de Izquierdoz a sus compañeros, después de haber recibido un gol).

Pero a veces, muy de vez en cuando, acontece otro tipo de silencio, que podría encarnar eso que el filósofo francés Gilles Deleuze llamaba “imagen-tiempo”. Es decir, una acción que al transcurrir lleva consigo la temporalidad. Uno ve el paso del tiempo o, en este caso, de la detención del tiempo y del ruido: tiempo quieto, ruido muerto. ¿De qué estoy hablando? Es que no estoy hablando yo, o, mejor dicho, estoy cediendo la palabra al Dibu Martínez. En recientes declaraciones, Martínez volvió sobre su atajada frente a Kolo Muani en la final del Mundial: “En ese momento en que quedo mano a mano con el francés, el estadio, que tenía un 80% de argentinos, enmudeció por dos segundos, y fue algo impresionante. Pareció que todo el mundo entraba en pausa”. Otra vez: tiempo quieto, ruido muerto. El mundo en pausa. Generalmente elogiamos a los equipos de futbol y a sus jugadores por su capacidad de acelerar, de cambiar de ritmo, de hacer en segundos las transiciones (palabrita tan de moda en el periodismo deportivo que se me vuelve insoportable). Pues bien, el arte único de Martínez consistió en lo contrario: no acelerar, sino desacelerar, no cambiar de ritmo, sino poner el tiempo en pausa, no hacer transición alguna, sino detener el tiempo por “dos segundos”. Luego de eso, todo volvió a la normalidad: después de la atajada, Argentina la revienta para cualquier lado, pero de casualidad la pelota sale muy bien jugada y surge un flor de contragolpe que termina en un centro atrás que podría haber terminado en gol si Lautaro Martínez le acertaba el cabezazo al arco, y no la tiraba afuera cuatro metros, como durante casi todo el Mundial. Al pasar, recordemos que en su relato, Víctor Hugo inmediatamente la define como “una de las más grandes atajadas de la historia del futbol” (mientras que el pobre relator de la tele, apenas atinó a decir “tiró… –sin dar el nombre del francés– tapó el arquero…. Eso fue todo. Qué diferencia entre Víctor Hugo y los demás).

¿Nunca estuvieron en la playa y por un minuto todo se vuelve silencio? Mágicamente, de golpe, no se escucha voz alguna, niño llorando, vendedor de helados, solo el ruido del romper de las olas en la arena. Y al instante siguiente, todo reencauza su camino. Cuando eso ocurre en un estadio con decenas de miles de personas silenciadas a la vez, no podemos menos que conmovernos. Es un momento de dramatismo extremo, un acto de recogimiento en medio del caos.

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