¿A quiénes combaten los drones que golpean a Moscú?

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EE.UU. habría producido la guerra en Ucrania para apropiarse del territorio ruso y asentar allí a la población norteamericana que lograra sobrevivir a la erupción cataclísmica de un gigantesco volcán de 640 mil años

estacionado debajo del Parque Nacional de Yellowstone, en Wyoming. Ese desastre tendría magnitud tal que convertiría a EE.UU. en un páramo imposible de ser habitado, de ahí el desespero de Washington.

Este razonamiento significativamente delirante para explicar el peor conflicto bélico en Europa desde la Segunda Guerra no proviene de una afiebrada fantasía popular. La planteó este mayo Nikolai Patrushev, jefe del Consejo de Seguridad nacional, equivalente al organismo que del lado norteamericano encabeza Jake Sullivan, un funcionario tan central en el gabinete de Joe Biden como lo es su contraparte en la estructura rusa.

Andrei Kolesnikov, politólogo del Carnegie Russia Eurasia Center, señala en un admirable artículo en Foreign Affairs, que la reacción en las redes al comentario de Patrushev fue una competencia de sarcasmos corrigiendo el conocido dicho del zar Alejandro III, quien sostenía que Rusia tenía solo dos aliados: el ejército y la marina. Eran tres en realidad, faltaba el volcán de Yellowstone.

Patrushev, quien dirigió el FSB, la fuerza que reemplazo a la mítica KGB, dijo esa extravagancia a tono con las declaraciones esos mismos días de Vladimir Putin en la TV, mapa manipulado en mano, exhibiendo que Ucrania no aparece ahí porque es un país inexistente.

“Una injusticia ha hecho que parte del pueblo ruso quede fuera de las fronteras del Estado ruso histórico, pero no por ello dejaron de ser rusos”, advirtió el presidente ruso.

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El exceso de exageraciones en el relato apenas esconde urgencias y obliga a observar con mayor atención la curiosa novedad de los ataques con drones, entre otras armas, que ha sufrido últimamente Moscú. En particular a comienzos de mayo con blanco en el Kremlin.

El secretario de Seguridad Nacional de Rusia, Nikolai Patrushev AFP
El secretario de Seguridad Nacional de Rusia, Nikolai Patrushev AFP

Los ataques


Rusia culpa a Ucrania y a EE.UU. por esa ofensiva, admitiendo que los aviones sin piloto habrían volado 500 km desde la frontera con ese país, superando todas las defensas para disparar a la sede del gobierno, uno de los sitios más vigilados del mundo y que, por cierto, raramente visita Putin.

Kiev ha dicho que no está atacando blancos en Rusia. Es posible, sin embargo, que lo haya intentado, pero es improbable que los drones puedan llegar a semejante destino. Se sabe que hay milicianos en Rusia que combaten con atentados a la autocracia, pero esta operación parece lejos de sus capacidades.

El 3 de mayo, el día de esa incursión, el líder ruso tampoco se encontraba en esas oficinas, aunque el discurso oficial denunció que se buscó matar a Putin y a sus ministros. Un “golpe terrorista” según esa narrativa, concepto que se repitió esta semana cuando las antiaéreas rusas derribaron a la mayoría de una escuadra de drones que llegaron a zonas residenciales de la capital de la Federación.

Ahora Rusia ha sumado a su denuncia la supuesta invasión a su territorio de la infantería ucraniana munida incluso de tanques.

Aquel primer ataque de la saga se produjo poco antes del 9 de mayo, el Día de la Victoria, que recuerda el triunfo ruso sobre los nazis en la Segunda Guerra.

En su discurso en las celebraciones y las declaraciones posteriores a lo largo de ese mes Putin, además de repetir su obsesión creciente contra la cuestión de genero que consumaría la decadencia occidental, aclaró lo que sugirió como un perverso error informativo de sus enemigos.

Es Moscú la que intenta “poner fin a una guerra que se libra contra el pueblo ruso”. No al revés como indican los hechos. Es un argumento de enorme levedad que no hace tanto le costó un concierto de carcajadas al canciller Serguei Lavrov cuando lo planteó en un foro internacional en el cual no pudo seguir hablando.

Serguei Lavrov, el canciller ruso. Foto AFP
Serguei Lavrov, el canciller ruso. Foto AFP

Estos ataques han movilizado todo tipo de especulaciones que incluyen su posible armado por parte del Kremlin para acercar la guerra a la ciudadanía rusa. Sería consecuencia del amargo desarrollo del conflicto.

Para Putin, un ex KGB acostumbrado solo a ver el movimiento del enemigo, el complejo destino de la guerra mide su propia existencia. Por eso remacha que el país está en peligro y no hay sitio para la indiferencia, solo una verticalidad absoluta a su mando.

Kolesnikov, justamente, cita al inevitable diplomático norteamericano George Kennan, quien en su detallada visión de la Rusia de Stalin, el líder en el cual más se refleja Putin, explicó que “el régimen justificaba la opresión interna señalando la inequidad amenazadora del mundo exterior”.

El imperio


Esa inquietud crónica está en el alma rusa. Para volver a Alejandro III, el célebre zar sostenía que “todos a la primera oportunidad se armarán contra nosotros”.

Si las incursiones fueran efectivamente una teatralización buscarían preparar al pueblo ruso para una guerra más firme. “Rusia probablemente organizó este ataque, el del día 3, para fijar las condiciones de una movilización social más amplia”, especula el Institute for the Study of War, de Washington.

El propósito básico es reforzar el perfil de Ucrania como una amenaza existencial que desafía al país en plenas fiestas patrias. Sam Greene, un analista del Centro de Estudios Políticos Europeos, con base en Bruselas, remarca que al calificar el incidente como un acto terrorista y un atentado contra la vida de Putin, Moscú “claramente aviva el fuego de una demanda pública de venganza”.

Ello con el coro de figuras fanatizadas como el ex presidente ruso Dmitry Medvedev pidiendo “la eliminación física” del gobierno ucraniano. La estrategia ha dado algún resultado. Según Greene, “el público parece estar respondiendo de la forma en que el Kremlin pretende” al aumentar los chats favorables a Moscú que habían tenido una dura tendencia crítica.

Hay otras dimensiones para comprender el eventual sentido de esta estrategia. Una de ellas es la necesidad de mantener viva la contienda porque, si acaba en la forma que se está tramitando daría lugar al cuestionamiento.

“Putín necesita la guerra porque, a menos de que se logre una victoria, le urge que continúe porque como presidente de guerra está más protegido. Mientras el conflicto prosiga es más difícil que sea cesado, a menos que la invasión vaya terriblemente mal”, señala Nina Khruscheva, escritora y analista del Council on Foreign Relations (CFR), un think tank norteamericano.

La imagen es de un objeto que estalla con humo y luz arriba del domo del Kremlin, en Moscú. Foto Reuters
La imagen es de un objeto que estalla con humo y luz arriba del domo del Kremlin, en Moscú. Foto Reuters

Kruscheva es la biznieta del legendario premier soviético Nikita Kruschev a quien Putin, equivocadamente y con rencor le atribuye la decisión de entregar la península de Crimea a Ucrania.

Esta analista especialmente informada, no ve un ocaso inminente para el líder del Kremlin. En una entrevista con el diario vasco El Correo sostiene que “los clanes de las élites aún no han decidido quién va a estar en el liderazgo y quién no cuando él se vaya. Esos clanes le necesitan como elemento de estabilización”. La guerra cumple el mismo objetivo aunque sea momentáneo.

Historiadores como la ucraniana Hanna Perekhoda, subrayan en esa línea que a los rusos, más allá de quien los gobierne, no les cae bien una derrota como le sucedería a cualquier otro pueblo. Pero además está la cuestión ucraniana.

“Esta guerra demuestra cuán peligrosos son los imperios que quieren convertirse en Estados-nación –dice Perekhoda-. El control de Ucrania es una piedra angular del proyecto del Imperio ruso pero también, sobre todo, del proyecto de la Nación rusa”.

Aparece ahí un punto útil a Putin para aquella sobrevivencia: “Las elites nacionalistas rusas (los clanes a los que alude la nieta de Kruschev) consideran que su nación está incompleta y resulta imposible sin los ucranianos dentro de ella”.

Kruscheva, nacida y educada en Moscú considera, a su vez, que el sentimiento anti-occidental que se ha construido en el país “es realmente extraño porque resulta una contradicción. Rusia es una nación que se considera occidental y continua luchando para serlo”. De ahí que frente al desastre actual se pregunta “cómo hemos podido retroceder de forma tan imperdonable”.

En esa reflexión agrega un detalle poco conocido con posibles tonos de resignación. “Putin es muchas de las cosas que se le achacan. En la KGB le apodaban ‘la polilla’, esa cosa oscura que se asienta en los suéters; un término apropiado para alguien que vive en la oscuridad y cuando abres el cajón el suéter está totalmente devorado”.
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