“Al tercer mes, ya no iba bien, tuve problemas de oído, y seguí cantando en un coro aunque me sentía horrible. Cambiamos a un tratamiento más convencional, y me hizo pelota.
Tuve que poner el freno a mi rutina. Eran 8 horas en un sillón, conectada por una vía. Me quería ir. Me sentía muy mal. También tuve que parar el tratamiento”, detalla la arquitecta, que trabaja en relaciones públicas.