n juego de paradojas. La bala que debía matar a Trump terminó matando la campaña demócrata. El arma que estuvo a punto de volarle la tapa de los
sesos al magnate neoyorquino, llegó a manos de un joven desquiciado porque Trump y los republicanos impidieron que Joe Biden prohibiera la venta civil de armas de guerra. Y seguramente, el candidato republicano no se apesadumbró por el simpatizante que murió alcanzado por los disparos.
Aunque jamás lo admita, comprendió en el acto que el atentado contra su vida le regaló la foto icónica que le faltaba. Lo comprendió ni bien los guardias lo levantaron del piso y lo bajaron del escenario. Al ver muchos fotógrafos al pie de la escalera, se irguió y asomó su cuerpo entre los agentes para que las cámaras registrasen su imagen de coraje desafiante.
Una verdadera mamushka de paradojas. El blanco era él, pero quien quedó malherido fue el empecinamiento reeleccionista de Biden. Más de un demócrata habrá pensado que, para revertir el efecto arrasador que tendrá la foto del “superhéroe que venció a la muerte”, tendrían que poner a Batman de candidato.
El joven aparentemente republicano que quiso matarlo para evitar que vuelva a la presidencia, lo que logró fue catapultarlo hacia la victoria que le devolverá el Despacho Oval. ¿Por qué? Porque le regaló la circunstancia que lo muestra como lo que nunca fue: un líder valiente y combativo, aunque jamás haya ido a una guerra.
Si el fallido atentado mejoró sus chances de ganar en noviembre, es porque sus fanáticos necesitaban una estampita como la que creó Korda cuando, en una de las fotos que tomó en 1960 en un acto en La Habana, aparecía el Ché Guevara y, en 1968, Giangiácomo Feltrinelli descubrió que esa imagen del guerrillero era imponente y se convertiría en icónica.
De no mediar ese fanatismo, se analizaría con mejor criterio un intento de magnicidio en el país que ostenta el record mundial de magnicidios consumados y fallidos. En esa larguísima lista de atentados, muchos tienen que ver con posicionamientos políticos y otros muchos con desequilibrios psíquicos y emocionales de los atacantes.
Antes de morir, William McKinley pidió clemencia para el joven que le efectuó dos disparos mortales. El vigésimo quinto presidente de Estados Unidos murió por las heridas que le causó el joven anarquista que gatilló en aquel octubre de 1901, motivado por su ideología.
También actuó desde sus convicciones John Bolth, el actor de teatro que, casi cuatro décadas antes del asesinato de McKinley, baleó a Abraham Lincoln. Bolth era racista, partidario del esclavismo y resentido por la derrota de los Estados Confederados del sur en la Guerra de Secesión. Pero no todos los atentados magnicidas fueron conspiraciones o actuaciones causadas por posicionamientos políticos. Buena parte de esos atentados, como el que acabó con la vida de James Garfield en 1881, fueron perpetrados por personas con desequilibrios mentales o razones personales que no tenían que ver con la política.
Las dos mujeres que, en distintos momentos de 1975, dispararon contra el presidente Gerald Ford, padecían trastornos y una de ellas integraba la secta de Charles Manson. Un caso parecido fue el de John Hinkley, un muchacho fascinado con Hitler que terminó internado en un psiquiátrico tras balear en 1981 a Ronald Reagan. Por ese atentado hubo ultraconservadores cercanos a figuras radicalizadas y vinculadas al Ku Klux Klan, como el senador por Arizona Barry Goldwater, que apuntaron su dedo acusador a la izquierda y también al discurso demócrata contra la “Revolución Conservadora” de Reagan y Margaret Thatcher.
Con esa irresponsabilidad ideologizada actuaron el presidente argentino y el líder de Vox, por lo ocurrido a Trump. Javier Milei acusó “a la desesperación de la izquierda internacional que ve como su ideología nefasta expira” y promueve “la violencia para atornillarse en el poder”. Las del presidente fueron palabras marcadas por la exacerbación ideológica que podrían alimentar la violencia política contra las centroizquierdas en el mundo y contra los demócratas en Estados Unidos.
Vladimir Putin hizo lo mismo que Milei y Santiago Abascal, pero el presidente ruso fue más quirúrgico, porque su objetivo es ayudar a Trump a volver a la Casa Blanca: acusó al presidente Biden de crear con sus discursos el oscuro clima que genera violencia política. Sonaban absurdo los ultraconservadores que, como Putin, ahora culpan a los demócratas de incitar la violencia política, cuando defendieron las acciones de Trump que motivaron el asalto al Capitolio que dejó varios muertos y una mancha en la historia de Estados Unidos.
Lo único claro sobre lo ocurrido en Pensilvania es que el atacante usó un fusil AR-15, la marca que la empresa Colt usa para la venta civil de los fusiles M-16, utilizado por el ejército norteamericano. A esa poderosa arma semiautomática, utilizada en las masacres en shoppings, escuelas, universidades etcétera, el fallido magnicida no la robó de un destacamento policial ni de una base militar; la sacó del placar de su padre.
Los demócratas y otros grupos progresistas y centristas piden prohibir la venta de ese tipo de fusiles. Rechazan esa prohibición los republicanos y grupos conservadores funcionales a los lobbies armamentistas como la Asociación Nacional del Rifle.
Trump es un entusiasta defensor de que los armamentos de guerra se vendan a los civiles. El magnate neoyorquino aportó, con sus encendidas defensas del armamentismo civil, a que un muchacho como tantos con perturbaciones criminales, tuviera al alcance de su mano el fusil AR-15 con que le disparó en Pensilvania.
ero Trump no tiene motivos para arrepentirse, porque el demencial ataque le dio la mejor foto de campaña.
Hilos de sangre sobre su mejilla y su cuello, pero irguiéndose y levantando el puño, con la bandera norteamericana como telón de fondo. La versión unipersonal de la icónica foto de los marines que, en 1945, levantaron la bandera de las barras con estrellas en la isla japonesa de Iwo Jima.